El Lliure, acorralado
Hace 26 años, un grupo de gente de teatro, algunos de sus componentes aún en formación, con un solo nombre propio conocido profesionalmente, Fabià Puigserver, soñó y al mismo tiempo empezó a hacer con sus manos (yo estaba) un teatro público, para Barcelona y para Cataluña, de un nuevo modo, aportando el perfume de los buenos modelos europeos pero sin el almidón de las viejas instituciones, ya que teníamos al mismo tiempo la desgracia y la suerte de no tenerlas. A los políticos y a las instituciones de aquel momento, jóvenes o recién nacidas les pareció que ésta 'era la manera' y dieron su apoyo ideológico y económico. Mientras, aquella gente, a la cual ya se habían añadido muchos más, pensó que la evolución natural había de llevar a una nueva sala que hiciese posible los nuevos planteamientos estéticos que se iban produciendo en Barcelona: un teatro público de planta. Sobre todo para los que llegasen después, público y profesionales, ya que los teatros acostumbran a sobrevivir, normalmente a los hombres.
Mientras, sin embargo, las instituciones políticas y los políticos se hicieron mayores y volvieron al viejo modelo de crear cada cual su parcela de poder artístico exclusivo. Y el modelo público pluriinstitucional del Lliure, e incluso la construcción de la nueva sala, iba estorbando cada vez más.
A pesar de todo, pese a las inmensas dificultades que supone en una obra pública no pertenecer ni ser favorecida por ninguna institución en especial; no aportar nada a ningún calendario electoral y, por tanto, no poderse resolver, como en otros casos recientes, la construcción y la finalización a golpe de talonario, el teatro está acabado y a punto de poder ofrecerlo a los ciudadanos. Se ha terminado gracias a la colaboración de mucha gente y a la diaria disciplina de algunos, pocos, que no han aflojado ni un momento durante más de 10 años en un trabajo agotador de seguimiento y control. Pero, por ahora, el teatro no se podrá abrir.
La explicación no es fácil. El ovillo está lleno de nudos. El mayor y el punto de partida, desde mi punto de vista, se encuentra en un estudio que como profesional me encargó el Ayuntamiento de Barcelona y que se dio a conocer, al cabo de dos años, con el nombre de Projecte Ciutat del Teatre. Allí quedaba clara, como una operación posible, la 'reconversión' del Lliure en un nuevo modelo de teatro público (destaco la palabra nuevo porque el Lliure ha tenido siempre desde sus inicios, como hemos visto, una función y un comportamiento de teatro público), integrado en un proyecto artístico general y que renunciaba a ser protagonista de todas las actividades de la nueva sede. Se ha dicho, con razón, que el proyecto estuvo marcado de cerca desde el inicio por la oposición de Ferran Mascarell, y la prensa convirtió el caso en un enfrentamiento personal. Soy tan profundamente contrario a este tipo de enfrentamientos que antes de que se produjera me marché. Eliminada esta posibilidad, el problema no sólo ha continuado, sino que ha ido creciendo. Es decir, que lo que se calificó de enfrentamiento personal quizá era la evidencia de alguna cosa más profunda.
Cuando, hace casi cuatro años, Pasqual Maragall nos encargó el proyecto, aquel mismo día, a la hora de comer, una ex alumna mía y conocida empresaria teatral medio me advirtió, medio me amenazó: 'Cuidado dónde te metes porque puede ser peligroso, aquí ya hemos tocado techo'. Pero hagamos memoria sólo de lo que existan testimonios vividos o escritos. Al día siguiente, antes de que los responsables del encargo, que todavía no era oficial, hubiésemos dado ninguna explicación, empezó una rápida campaña en contra de que se llevara a cabo el estudio.
Joan Clos firmó y aceptó que el Proyecto entrara en la fase de estudio. A partir de aquel momento, se produjo una toma de posición claramente contraria por parte del Ayuntamiento de Barcelona, o más exactamente por parte de quien era entonces director del ICUB y más tarde fue concejal de Cultura y miembro de la comisión de seguimiento del Proyecto. Se trataba de torpedearlo desde ángulos diferentes: por una parte, quitarle cualquier contenido artístico. Por otra, desalentar al equipo que elaboraba el Proyecto justamente porque éste tomaba una línea no deseada y, al mismo tiempo, desacreditarlo antes que viese la luz.
Es muy posible que detrás de esta actitud personal de ejercicio del poder hubiese la defensa de una concepción también personal y quizá lícita de lo que tiene que ser el mapa teatral de Barcelona. ¡Nunca se manifestó sino a través de terceros! Y en una coincidencia sospechosa con los intereses de algunas, pocas, iniciativas privadas con más peso económico que artístico que, poniéndolo todo en el mismo saco, empezaron el juego del desprestigio personal atribuyéndome ambiciones y procedimientos que tanto mi biografía como mi conciencia desmienten. No me estoy defendiendo porque me supiese mal por mí. Lo grave es que, al personalizar los problemas del teatro con esta nueva focalización, se conseguía un desprestigio peligroso y perverso del teatro público.
Este comportamiento, además de una actitud demagógica y populista de la cultura, evidenciaba sobre todo ignorancia acerca de un aspecto: en Occidente las políticas teatrales, cuando las hay, cubren, sin que entren nunca en oposición -porque son campos diferentes que alguna vez pueden coincidir-, tres elementos: el teatro público, las propuestas experimentales, que aquí llamamos alternativas, y las compañías privadas. Son los mismos empresarios de cualquier industria que se nutre más tarde del material enriquecedor cocinado en los dos primeros lugares, tan diferentes y complementarios.
El Proyecto Ciutat del Teatre era expresamente bastante abierto para probar las relaciones de estos tres elementos con la incorporación de un cuarto, la escuela, de una gran riqueza y que podía ofrecernos nuevos caminos. Espero que a estas alturas no sea preciso aclarar, porque ya lo efectué antes, durante y después de la realización del proyecto, que tampoco lo hacía con una ambición personal. Mis palabras y el calendario de mis actuaciones lo demuestran. En junio cumpliré 50 años y no tengo el deseo ni la ambición de dirigir una gran o pequeña institución teatral. Ya lo he hecho. Tampoco pido peaje de nada -mi retirada fue voluntaria-, y aún menos para un proyecto tan deteriorado que seguramente ya es imposible incluso hablar de él en estos momentos. Seguramente, ni es preciso.
Pero no. Se trataba de hacer que el Proyecto, independientemente de cuáles fuesen las conclusiones, resultara impopular antes de darse a conocer y contrario a la modernidad y, si podía ser, débil o viejo profesionalmente -y además, caro-. Para ello, se adoptó la actitud política, como mínimo retrógrada, de que cualquier dinero distribuido a unos se transforma en una disminución inmediata de recursos para los otros.
Los deseos casi estuvieron a punto de casar con la realidad pero... en medio hubo un accidente y, por un momento, pareció que las cosas podían torcerse: las elecciones municipales. El alcalde Joan Clos, en contra de lo que todo el mundo podía prever, autorizó el Proyecto, según sus propias palabras, apoyando su aplicación al 100%. Con aquella tranquilidad y alegría que a veces tienen los alcaldes, anunció la fecha de apertura del nuevo Lliure: la Mercè de 2001.
El Proyecto defendía una concepción claramente comunitaria de los espacios y, sobre todo, la voluntad de diluir en cierta manera las personalidades de cada uno de los componentes para incorporar nueva gente y hacer un teatro público, formado por muchos proyectos diferentes y con un sistema de gobierno amplio, plural y democrático no sólo desde el punto de vista político, sino también artístico. Pues bien, a partir de aquel momento la actividad municipal se centró en: a) Remachar los acuerdos bilaterales del Mercat de les Flors con el Institut del Teatre, a través del ICUB y del departamento de Cultura de la Diputación de Barcelona, al que supongo al corriente y solidario con todo y por todo. b) Incrementar el presupuesto y los compromisos de futuro del Mercat de les Flors reafirmando una parcela de poder, un modelo, y un edificio que a la fuerza, con la apertura de las nuevas salas se había de poner como mínimo en cuestión. c) Pedir al Lliure -y eternizarlo en la negociación- un contrato programa para colaborar en la financiación de las nuevas actividades del Lliure y, que quedase claro, sólo para el Lliure.
La maniobra no era demasiado sutil. Se trataba de llegar donde ahora nos encontramos: acorralar al Lliure, obligarlo a pedir la cantidad que lógicamente necesita el nuevo teatro para su mantenimiento físico y artístico, y a pedirlo sólo para el Lliure. Así se podrá decir: ¡la gente del Lliure pide una fortuna para ellos!, ¿por qué deberían ser más privilegiados que los otros? Lógico y justo, si no fuese tramposo. Porque la gente del Lliure, además de ser muchos de ellos profesionales de Cataluña (mírense las listas), y una parte considerable del público (véanse los resultados de las tres últimas temporadas) nunca, nunca, han querido llegar a esta situación. Por esto, aunque con entusiasmos diferentes, el Lliure definió su posición en el interior del Proyecto, aunque después se viese forzado a abrir las negociaciones de un contrato programa (era esto o nada, ¿se entiende?): en las páginas del Proyecto queda claro, por ejemplo, que en uno de los posibles esquemas de funcionamiento, el Lliure, para las propias actividades (realizadas, por otro lado, con la profesión de Barcelona), sólo se reservaba el 30% de ocupación por temporada. El resto del año debían ocuparlo, proyectos artísticos que salían a concurso y otras actividades desarrolladas por otros profesionales.
Volvamos al momento presente, y el resultado es éste: un teatro a punto de abrirse que no puede hacerlo. Un proyecto artístico de apertura puesto en marcha para el 25 de septiembre (basado sólo en la palabra pública de un alcalde, es cierto), que lleva ya muchos meses de preparación y que ha comprometido a muchos artistas, de lugares diferentes, parado. ¿Y el Lliure? El Lliure se ha convertido en el protagonista engreído y aparente de una situación altamente injusta... como si aquel sueño y la perseverancia en obtenerlo fuesen una especie de pecado contra el resto de la profesión y contra la ciudad. Naturalmente, pues de esto se trataba, ha sido colocado contra las cuerdas. Mientras, del teatro público en Barcelona, de todas las promesas hechas por las administraciones a los profesionales, nadie habla, ni se hablará. Ahora se discutirá sobre el curioso porcentaje, el 22%, de la Generalitat o de otros detalles periféricos. (¿Alguien se puede sorprender de que la Generalitat, que por otro lado ha sido siempre el participante económico más importante de la Fundación, en plena campaña preelectoral, con la excusa del Teatre Nacional y con el protagonismo político que tomó el Ayuntamiento en este Proyecto, pueda retirarse fácilmente de la discusión del contrato programa? No quiero decir que sea honesto ni inteligente... pero coherente con CiU, sí que lo es).
Cuando dimití, lo hice pensando en que, quizá al marcharme y dejar de polarizar de alguna manera el problema, las aguas podían remansarse. Si el problema sólo era personal y me marchaba, no ya de la Ciutat del Teatre sino incluso de la dirección del Lliure, por un momento todo se podría reorientar; no sabía cómo ni hacia dónde realmente, pero no era a mí a quien tocaba saberlo. No lo creía, pero también pensaba que, al menos, facilitaría el trabajo de mis compañeros. Las manos de Josep Montanyès eran suficientemente fuertes y los administradores se habían quitado un peso de encima. Pues bien, estas últimas manos tampoco han podido aguantar una presión tan perversamente ambigua y Montanyès también ha tenido que dimitir.
Sólo me quedan dos dudas: ¿esta situación que, en un estamento ya no de gobierno, sino simplemente deportivo, sería considerada desobediencia peligrosa por parte de los responsables de Cultura hacia las decisiones y compromisos públicos del alcalde, se produce con el consentimiento de éste o a sus espaldas? No quisiera haberme hecho la pregunta porque no sé cuál es la peor de las dos respuestas. La otra duda es: ¿se le ha escapado el juego de las manos al responsable municipal de Cultura o bien esto es una escalada más hacia el definitivo poder de terminar, en un acto de heroísmo y cordura, haciéndose cargo del Lliure y así disponer de él en primera persona u ofrecerlo a quien ya se lo debe de haber prometido? No sé por qué dudo, porque me parece que también conozco la respuesta. Mientras, nadie habla del público, que es para quien se estaba haciendo todo, ¿no? Yo, al menos, sí. Y un motivo de alegría, como es poder abrir un teatro, se volverá a convertir en un motivo de vergüenza. ¿No les suena de algo?
Me hubiese gustado poder ofrecer una explicación más agradable, o conciliadora, pero habría faltado a la verdad, que no es, en este caso, ni una cosa ni otra. Lo siento.
Por cierto, hay una 'multinacional americana del ocio' que ha llamado otra vez interesándose por la sala. ¿No sería la mejor solución?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.