Disputa
Sería una lástima que el cruce de guantazos entre Fernando Savater y Eduardo Haro quedara archivado como un conflicto entre 'dos fuertes personalidades', porque hay algo más. Son también dos modos opuestos de entender la responsabilidad cívica.
En la vida pública de Savater ha primado siempre el compromiso ético sobre la ideología política. Es un escritor más próximo a Camus que a Sartre. Si durante el franquismo no dudó en colaborar con los comunistas, ahora no duda en hacerlo con socialistas y populares vascos. El motivo no ha cambiado: defender las libertades individuales y luchar contra la muerte. Las opciones de Savater responden a situaciones concretas y elige a sus aliados según un criterio pragmático porque para él no hay ningún ente o esencia superior al individuo.
No es el caso de Haro, el cual pertenece a una tradición colectivista y gregaria de honda raíz católica. Fue gregario en su etapa franquista, colectivista en su etapa roja, y comprensivo con los totalitarios en la actualidad. Su convicción más profunda es que los individuos están al servicio de una razón superior, sea ésta la Nación, el Partido, el Pueblo o la Historia.
Durante años, individualistas y colectivistas se confundían en el conglomerado de la izquierda. Pero esa etapa pertenece al pasado. Los colectivistas, sean de añoranza comunista o de melancolía nacionalista, son ahora fuerzas conservadoras. Y el individualismo no tiene, en España, historia alguna. Nunca ha existido. Si alguien actúa por sí mismo, y no por disciplina, codicia u obediencia, provoca la suspicacia de los colectivistas, los cuales le acusarán de españolismo o derechismo. Como Haro a Savater y como los estalinistas a Camus.
Quienes opinamos en los diarios solemos caer en el exhibicionismo moral. Nos ponemos a la puerta del colegio con la gabardina abierta para dar en espectáculo nuestra grandeza de alma. Pero Savater se juega la vida por defender a sus vecinos. Mientras que Haro sólo se defiende a sí mismo por un sueldo. Yo también. Más nos vale mantener la gabardina cerrada. Corremos el riesgo de que se percaten del verdadero tamaño de nuestra alma.
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