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GENTE | ISLA ABIERTA
Columna
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Coraje y mansedumbre

A un hombre sencillo como Emilio Lledó no se le puede someter a honores, como acaba de hacer el Círculo de Bellas Artes de Madrid entregándole su mejor medalla, sin que lo pase mal de algún modo, pero no sobran hombres así y es imposible evitarle el mal trago que le producen los focos. Si se le ve propio en el frac-disfraz de académico no hay error de visión: la academia requiere rigor y él lo posee. Pero si viéndolo con ese mismo frac alguien trata de reconocer en él a un convencional de cualquier índole se equivoca: se trata de un díscolo cuya sonrisa cortés se transmuta de pronto en una sonrisa crítica de alborotador de los campus por su capacidad de seducción intelectual con su alumnado, por su generosa manera de gozar con la filosofía y conseguir que los otros disfruten con ella. Si para algún estereotipado detector de estereotipos no llegara a parecer en algún momento moderno no se debe a falta alguna de sintonía de Lledó con su tiempo, sino a la miopía de quienes ven la modernidad mal retratada y suponen que la agresividad son más contemporáneos que la delicadeza. 'Es bastante fácil parecer moderno', confiesa Bukowski en sus Madrigales de la pensión, y no nos engaña. Pero esa condición de rara avis platónica que reconocemos en Lledó ni proviene de una elección de imagen, a pesar de su coquetería, ni de una estética de la blandenguería que no implique coraje. Por el contrario, su mansedumbre viene de una estética que no es adorno sino esencia y que a través de una poética sólida conduce a una forma de vida profundamente ética que traduce el compromiso del pensador con su tiempo. Y del artista con la palabra. Porque su querencia de la palabra no es otra historia sino la misma, nacida de la convicción del placer y el poder de la palabra y su correspondencia ética. Quizá provenga parte de su carácter de una confianza en la condición humana que hace que la compasión sea en él virtud compatible con el cabreo. Por eso, si se le llega a ver como a un ingenuo no se rechace que a veces lo sea: la juventud de Lledó se refleja en una capacidad de asombro ante la estulticia que llega a hacerle increíble lo evidente, pero que no evita que reaccione furioso frente a la impostura.Y si por otro error de óptica se viera en este atildado caballero, ajeno a la moda y sobrio en su vestir, a un elitista, nada más equivocado: ni excluye a nadie ni es nadie sin los otros. Y aunque sólo fuera por eso aguantaría los agasajos. Enemigo de saraos y, sin embargo, sociable, retirado en su estudio y entusiasta observador de la vida, no alardea de nada. Este vigía moral prescinde de brillos, huye de simulacros y no pierde comba.

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