Viaje al país de los tártaros
La república rusa de Tatarstán consolida su Estado soberano dentro de la Federación
Tatarstán y Chechenia fueron las únicas regiones rusas que, en 1992, no firmaron el tratado de la Federación Rusa. Chechenia fue más allá y proclamó la independencia. Mintimer Shaimíyev, el presidente de Tatarstán, se quedó a un paso pero, fiel a su definición como centrista pragmático, negoció con Rusia un tratado de reparto de competencias.
En ese compromiso, suscrito el 15 de febrero de 1994, se identifica a Tatarstán como 'sujeto de derecho internacional' y 'Estado soberano' que está 'unido' (Borís Yeltsin rechazó el término 'asociado') a la Federación Rusa. Shaimíyev consiguió para su república, de algo menos de 70.000 kilómetros cuadrados y cuatro millones de habitantes, un estatuto especial. Y Yeltsin marcó los límites del poder que podía ceder el centro.
Shaimíyev fue elegido el 25 de marzo, por tercera vez, presidente. En primera vuelta y con casi el 80% de los votos. Un resultado que ha suscitado alguna denuncia de irregularidades. Sin embargo, nadie discute que, con Shaimíyev, ha ganado la estabilidad. Y, con ella, el mejor ejemplo de que, en el mosaico étnico y religioso ruso, es posible pactar una amplia autonomía y soberanía sin dar el salto hacia la independencia que, en el caso de Chechenia, ha costado ya dos guerras y decenas de miles de vidas.
Situada en la región del Volga, en el corazón de Rusia, la separación total de Tatarstán parecía a simple vista una utopía, pero el ejemplo checheno, la composición étnica de la república (con un 50% de la población tártaro-musulmana) y la vecindad de otras regiones (como Bashkiria) de características similares habría podido provocar un peligroso contagio. Hubo un momento en que Tatarstán tuvo la llave de la estabilidad y la integridad de toda la federación. Shaimíyev es el responsable de que no hubiese ruptura.
En las pasadas elecciones, Shaimíyev apenas tuvo rivales. Los cinco teóricos fueron meros comparsas. El único peligro que corrió el presidente había procedido del líder del Kremlin, Vladímir Putin, que pretendió impedir con la ley en la mano que volviese a ser candidato. Ya antes había promovido una reforma del Consejo de la Federación para excluir a los líderes regionales, Shaimíyev incluido. Pero, fiel a ese estilo que evita cambios bruscos, se decidió finalmente por hacer posible que el presidente tártaro (y otros como él) optase a un tercer mandato. Es más, si Shaimíyev no miente, fue el propio Putin quien le convenció de que volviera a presentarse.
El centralismo de Putin
Está por ver si el antiguo agente del KGB, partidario como es de un Estado fuerte y centralizado, seguirá soportando por mucho tiempo que una región trate a la gran Rusia de igual a igual, de que se vean en Kazán tan pocas banderas rusas y tantas verdi-blanquirrojas tártaras, de que se imponga la enseñanza en tártaro en las escuelas y se intente sustituir el alfabeto cirílico por el latino, de que los rótulos de las calles sean bilingües. Pero de momento parece que tiene bastante con Chechenia para aventurarse a abrir otro frente con los tártaros de Kazán, cuyo desafío al imperio ruso aplastó Iván el Terrible a mediados del siglo XVI.
Hoy, tártaros y rusos, ortodoxos y musulmanes, conviven sin problemas aparentes. Iglesias y mezquitas se levantan casi al mismo ritmo, y Shaimíyev se rodea con frecuencia del obispo y del muftí para dar la máxima sensación de imparcialidad. Este último, Guzmán Isjakov, señala con orgullo que no hay conflicto étnico ni religioso, y que la convivencia es perfecta. 'En este sentido', declara a EL PAÍS, 'es el modelo perfecto a seguir en otras partes de Rusia y de la antigua URSS'.
El propio Kremlin de Kazán (donde el presidente tiene su residencia oficial) es el mejor ejemplo, dice el muftí, de esa equidistancia: mientras se reconstruye la espléndida catedral de la Anunciación, se levanta de nueva planta una mezquita de cuatro minaretes llamada a ser la mayor de Rusia.
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