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Cuando domina la estética visual

Terminó con Don Carlo el ciclo de cuatro óperas de Verdi con tema español, que el Teatro Real ha programado como homenaje al gran compositor lírico italiano, con motivo del centenario de su muerte. La idea era excelente; los resultados, en general, no han pasado de la discreción.

En este Don Carlo se ha impuesto el poder visual de las imágenes de Hugo de Ana. En el año Verdi, la estética del escenógrafo argentino está marcando una visión de cómo hacer hoy un Verdi que al público le guste. A un determinado tipo de público, desde luego, entre los que está el de la escala de Milán o el Real de Madrid. Es la de Hugo de Ana una estética lujosa, de escenógrafo. En Don Carlo utilizó grandes columnas de mármol como hilo conductor y una apoteósis del figurinismo sabiamente iluminado.

Es una estética entre la grandilocuencia, la exquisita frialdad de las composiciones y el sentido del superespectáculo. Tuvo, no obstante, en Don Carlo dos o tres detalles que engrandecen la dimensión humana e intelectual del enfoque global: el comienzo de la ópera, con un bello telón que va dejando sutilmente el protagonismo del espacio a la escena, en una metáfora entre la continuidad del teatro y la vida; el cuadro a lo Watteau de la canción del velo, con una dialéctica entre naturaleza y geometría, muy sugerente en su lucha de contrarios; y, sobre todo, la escena completa de la biblioteca al comienzo de la segunda parte del espectáculo, con una atención prioritaria a los aspectos teatrales de los personajes, en una decoración sobria y con una luz grisacea que favorecía la concesión intimista de Felipe II, el conflicto entre el trono y el altar en el diálogo posterior con el Gran Inquisidor, o el del exilio o convento entre las dos mujeres después de la traición. En esos momentos la estética gélida se desvanece y deja paso a los sentimientos, al drama, a la pasión verdiana. Y es curioso que fuese precisamente a partir del tercer acto, cuando el director musical Antonello Allemandi sacó los matices más interiorizados y poéticos de la orquesta, después de una primera parte concertada con oficio pero anodina.

Las cartas estaban muy claras desde el comienzo. En la escena y en las voces. Así, el aria de salida de Don Carlo y el dúo posterior con el marqués de Posa fue de una mediocridad que hizo presagiar lo peor. Lima no encontraba su sitio (no lo encontró en toda la noche) y Hvorostovsky se encontraba como ausente. Luego las cosas se fueron enderezando, pero, vocalmente, la ópera no acababa de transmitir ese desgarro que Verdi imprime a sus personajes. Consiguió romper la frialdad, aunque con un poco de distancia, Roberto Scandiuzzi, a base de un fraseo natural y hasta distinguido en el aria Ella jamás me amó. A Norma Fantini le faltó presencia y fuerza en la proyección del personaje de Isabel de Balois, y Carolyn Sebron sacó algún rasgo de genio, aunque la complejidad dramática de la Princesa de Éboli se quedó en muchos momentos a falta de una mayor definición.

Hugo de Ana fue el triunfador de la noche en los saludos finales. La estética visual se impuso, en esta ocasión a la canora y musical. Esto que para algunos es un signo de modernidad, para otros es una tragedia. Pero así están las cosas y no hay que darle excesivas vueltas al asunto.

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