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Columna
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Chivatos

Este fin de semana he ido a Burdeos y he caminado hasta la rue Sainte Catherine en la parte vieja, hoy peatonal, para encontrarme con la casa que me vio nacer. He subido al tercer piso, pero ya no conozco a nadie. Un apellido extraño ha sustituido al Just en la puerta donde vivieron nuestros amigos catalanes. La misma puerta que abrieron a mis padres cuando llegaron de Bilbao huyendo de los nacionales. Me he sentado en la escalera y he cerrado los ojos para invocar el débil recuerdo de mis tres años que me trae el olor a madera barnizada. En ésas, un grupo de niños ha irrumpido en la escalera gritando y subiendo atropelladamente. Una sensación de terror me ha recorrido el cuerpo, como en una pesadilla.

La paz para mis padres duró poco. Apenas terminada la guerra en España, los alemanes invadieron Francia y mi padre tuvo de nuevo que desaparecer. Un tiempo después se unió a la Resistencia, pero ésa es otra historia. Mi madre permaneció en esta casa con la familia Just.

Tantas veces escuché a mi madre hablar de aquellos años de la ocupación y de su terror por los mouchards, que empecé a revivir en sueños sus temores. En especial, aquella madrugada en que la despertaron ruidos de botas en la escalera, voces y golpes en las puertas. Mi madre creyó que venían a por ella a interrogarla sobre su marido. Pero a quienes se llevaron fue a los Duhamel, la familia judía que vivía en la puerta de al lado: el matrimonio, sus dos hijos y una abuela, con los que mi madre compartía cada día sus temores y esperanzas. Nunca volvería a verlos. Terminaron en el campo de Buchenwald.

Con la liberación de Francia regresó mi padre, y de sus celebraciones vine yo a este mundo, por lo que de poco me llamo Libertad, pero gracias a mi madre me quedé como Ainhoa, en recuerdo del maravilloso pueblecito en la frontera donde pasaron, con siete años de retraso, su luna de miel.

La liberación también trajo la justicia y la venganza. Y un día, de nuevo se presentó la policía, esta vez a plena luz del día, para detener al vecino que había delatado a la familia judía a la Gestapo. Nunca llegó mi madre a entender cómo un hombre que parecía buen cristiano había sido capaz de enviar al exterminio a aquella familia encantadora. Mi madre falleció hace cuatro años sin tener que revivir su miedo a los mouchards, sin saber que aquella pesadilla iba a reproducirse un día en el parque, ante su hermano José Mari.

A mi tío José Mari le llamamos el gudari, porque eso es lo más importante que le ha sucedido en la vida. Ahora tiene 83 años y un alzheimer moderado. Recientemente, paseando por el parque, se cruzó con un viejo amigo, gudari y octogenario como él. El familiar que acompañaba a mi tío intentó ayudarle en la identificación: '¿No saludas a tu amigo?' Pero antes de que pudiese decir nada, el otro le espetó: 'Yo soy el que no le saluda. No por él, sino por el cabrón de su hijo'. Y mientras se alejaba, aún se volvió para decir: 'Pero ya le tenemos controlado. Ya sabemos dónde vive y por dónde se mueve'.

Se refería a mi primo Ramón, que fue etarra en el franquismo y ahora es considerado por ellos un traidor. No sabemos si el anciano habrá hecho realidad su delación o se trataba sólo de una bravuconada. Mi primo espera saberlo cuando detengan al próximo comando, siempre que lleguen a tiempo.

Otra de las cosas que se perdió mi madre habría sucedido en su propia vecindad. Una adolescente de rostro angelical entregó a sus amigos de cuadrilla los datos necesarios para atentar contra unos vecinos, un matrimonio con un niño de corta edad, que viven en el piso de arriba, y con los que a menudo coincidía en el ascensor. Aquí no hubo amenazas ni tono desabrido. Sólo sonrisas y caricias a la criatura. Se salvaron por la impericia de los jóvenes matadores, que se equivocaron al conectar el explosivo. Ahora la joven reside en una cárcel lejos de su Euskalherria. Mejor para todos que esté allí. Incluso para ella.

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