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Columna
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Reloj

Si Marco Polo le hubiese descrito a Kublai Kan un horario, es decir, una lista donde se establecen las horas exactas y los minutos de las llegadas y las salidas, el dónde y el cuándo de los trayectos y los transportes, de las actividades económicas, del ocio y de la burocracia, el ensimismado emperador habría reconocido de inmediato el más poderoso de los instrumentos para cohesionar sus vastísimos dominios. Pero la fértil imaginación del veneciano no llegaba a tanto y la ciudades, visibles e invisibles, carecían, no sólo entre los mongoles y los tártaros, de la capacidad de separar el tiempo del espacio. Relojes solares y lunares, astrolabios, clepsidras, artilugios de arena o de fuego, mecanismos de péndulo o de muelles, se sucedieron desde los remotos tiempos del imperio Egipcio y de la antigua China. Hasta que en Europa se generalizó, a finales del siglo XVIII, el reloj mecánico, y con ello la humanidad fue capaz de estandarizar el tiempo y desvincularlo del lugar, de la presencia, de la experiencia individual moldeada por la costumbre. Así pudo organizarse la sociedad de una manera abstracta, deslocalizada, libre de las restricciones de los hábitos vinculados a la naturaleza y sometida a nuevos fenómenos, como la racionalización y la historicidad. El mundo actual no sería igual sin los relojes. Su organización especializada, su interrelación social, sus contactos comerciales, su permeabilidad cultural, sus avances científicos, su comunicación de masas, su globalidad, serían inalcanzables, como lo fueron para civilizaciones anteriores. Tal vez por eso, cuando se ajusta el cómputo horario al periodo de verano, como ocurrió la madrugada del domingo al adelantar los dígitos una hora, sentimos una extraña incomodidad. Con ese gesto de rectificación de la convención que ha unificado el discurrir del tiempo se abre siempre una tenue grieta, se produce un roce que revela fugazmente la impostura del mecanismo, la arbitrariedad de un disfraz tecnológico que reacomodamos a nuestra existencia de vez en cuando con una leve punzada de zozobra en el corazón.

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