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Carta del corresponsal
Columna
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PESIMISMO, IGUAL A REALISMO

Crecen las colas frente a las oficinas de pasaportes. Tal vez algunos quieran huir antes de que allá, al otro lado del océano, se cierren las puertas a los inmigrantes

Llueve en Bogotá, el inevitable invierno que, como todas las cuaresmas, devuelve la pregunta sin respuesta: ¿cómo es posible soportar las noches con grados bajo cero y sin calefacción, y, lo que es aún peor, con la casa inundada, como les ocurre siempre a los pobres del occidente y del sur?

Y no es la única pregunta sin respuesta en esta ciudad de siete millones de habitantes que ha logrado sobrevivir sin metro, con un transporte caótico que permite tomar el autobús en cualquier esquina o en cualquier mitad de cuadra, o a mitad de calle, sin orden, ni horario, ni señalización.

Bogotá, con más de 450 años, conoció los encantos de un transporte organizado a finales del año pasado. Fue obra del alcalde saliente, al que unos quisieran ver algún día de presidente a ver si, así como tuvo agallas para empezar a ponerle el tatequieto a las mafias de los transportadores, las tiene para frenar a los políticos desfalcadores del erario público, paramilitares y guerrilleros, que hacen los que les viene en gana.

Transmilenio -el sistema de transporte copiado de Curitiva en Brasil- trajo varias sorpresas a los bogotanos que tratan de sobrevivir, por lo menos la mitad de ellos, en medio de la pobreza. Se puede tomar un autobús sin arriesgar la vida, sin contar con licencia no remunerada de dos horas para atravesar la ciudad de sur a norte, sin que los 800 pesos se conviertan en 1.000 porque al conductor se le embolatan las vueltas. La obra es apenas un remedo de lo que será cuando esté completa y atraviese en varias cruces esta ciudad, dispersa en 1.700 kilómetros cuadrados, una de las más extensas de América Latina.

Llueve en Bogotá, una ciudad que estrenó milenio con una cara más bella, con un nuevo paisaje urbano. La avenida de Jiménez, en pleno centro, se convirtió en un paseo peatonal adoquinado que despejó la historia y dejó al descubierto viejos edificios que por años estuvieron escondidos en medio del caos de peatones, autobuses, gamines, los niños de la calle, a los que hoy, con desprecio, algunos llaman desechables.

Hoy, el Eje Ambiental de la Jiménez es el símbolo del espacio público. Si se recorre de oeste a este se tiene como guía a Monserrate, el cerro tutelar de la ciudad. Se pasa por el edificio Cubillos, el rascacielos de ocho pisos de finales de los años veinte y al que llegaban los curiosos a constatar que existía un aparato al que llamaban ascensor; por la iglesia de San Francisco, construida en 1567, el primer templo colonial de Santa Fe; por la Academia de la Lengua, el palacio de San Francisco, y terminar en la Quinta de Bolívar, la hermosa casona donde el Libertador permaneció más que en ningún otro lugar de la Nueva Granada. Muchos de esos 423 días los pasó al lado de Manuelita Sáenz. A lo largo de todo el trayecto se escucha el río San Francisco, el mismo que alimentó el primer acueducto de la ciudad y que, después de 70 años oculto bajo el pavimento, se volvió a desenterrar y hoy corre por un canal.

Sí, Bogotá es, sin duda, una ciudad más bella. Pero sigue siendo una ciudad de casi un millón de desempleados, en la cual la policía se dedica a perseguir en las calles a los que no tienen más opción que la de ser vendedores ambulantes; una ciudad donde hay niños que van al colegio y al parque con guardaespaldas, una ciudad donde los japoneses no pueden circular de cinco de la tarde a cinco de la madrugada porque su Gobierno cree que así podrán evitar que les ocurra lo que al ejecutivo de una empresa automotriz secuestrado, hace poco, en pleno día.

Las estadísticas dicen que ha disminuido la violencia; pero no registran el miedo de los desplazados que llegan a esta Bogotá que los aplasta de entrada; vienen huyendo del terror que han sembrado en los campos los paramilitares. Las estadísticas tampoco registran el miedo de los empresarios a que en cualquier momento les llegue una carta -como ha ocurrido repetidamente en estos días de invierno-, una invitación que les hace las FARC para que cumplan con la Ley 002, que los obliga a pagar, por las buenas o por las malas, un 'impuesto revolucionario'.

Ya llega abril y llueve en Bogotá, y los pesimistas, que en este país es igual a ser realista, cobijados por el cielo gris, se dan licencia para ahondar en sus pensamientos tristes; no encuentran salida al caos que vive Colombia. ¿Cómo es posible -se preguntan- que pueda desfilar sin sonrojarse un grupo de niñas monísimas en medio de un público que sonríe y aplaude, pues esta capital es por estos días 'una de las pasarelas más bellas del mundo'

?El pesimista que camina por los nuevos andenes anchos, por las ciclorutas -que se anuncian, por error, así, sin doble r ni guión-, se pregunta si será posible que el presidente crea que su poder abarque los casi 1,142 millones de kilómetros cuadrados de selvas, ríos, montañas, sabanas y desiertos de la preciosa geografía de este país, si lo real es que, poco más allá de la Casa de Gobierno, muchos colombianos les tienen que rendir cuentas a los comandantes paramilitares o de la guerrilla.

Llueve en Bogotá, 'la ciudad 2.600 metros más cerca de las estrellas', como se le ocurrió a un publicista venderla para darle la vuelta a la idea de frío de una ciudad encaramada 2.600 metros arriba en la montaña. En estos días, en medio de la lluvia y del gris pesimista, crecen las colas frente a las oficinas donde se expiden los pasaportes. Tal vez algunos quieran huir antes de que allá, al otro lado del océano, se cierren las puertas a los inmigrantes.

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