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Columna
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El conflicto imaginario

En su reciente auto de 13 de marzo, el Tribunal Supremo (TS) ha rechazado el requerimiento de inhibición oficiado por el ministro de Justicia para conseguir la anulación de su auto de 18 de enero y la ejecución íntegra del indulto concedido por el Gobierno al ex magistrado Javier Gómez de Liaño, condenado por un delito de prevaricación continuada. La pretensión del Poder Ejecutivo es que el Poder Judicial no sólo levante -como ya ha hecho-la pena de inhabilitación especial (su vencimiento era el 14 de junio de 2013) de Liaño, sino que también ordene su reingreso automático en la carrera pese a sus antecedentes penales, que no podrán ser cancelados antes de cinco años.

La Sala Segunda también rechaza la decisión del Gobierno de recurrir ante el Tribunal de Conflictos de Jurisdicción (TCJ) en busca de una decisión favorable a sus tesis. Algunos magistrados que se pronunciaron en su día a favor del reingreso de Liaño -entre otros, el presidente Román Puerta- critican ahora la extravagante tentativa gubernamental de impugnar una resolución judicial firme del TS a través del impropio y tortuoso camino de un conflicto jurisdiccional. Son tan abundantes los argumentos disponibles sobre el carácter imaginario de ese inexistente conflicto que resulta difícil admitir la buena fe del Gobierno al promover este artificioso litigio.

Cabe sospechar que la apelación del Ejecutivo al TCJ pretende explotar su posición de ventaja ante esa híbrida instancia arbitral, formada por tres consejeros de Estado de libre designación gubernamental, tres magistrados y el presidente del Supremo. El TCJ está regulado por la Ley Orgánica de Conflictos Jurisdiccionales (LOCJ) de 1987, cuya exposición de motivos justificaba la promulgación de la norma por la necesidad de acomodar al ordenamiento democrático -un objetivo conseguido sólo a medias- la ley franquista del mismo título dictada el 17 de julio de 1948.

La Sala Segunda subraya la monstruosidad jurídica de que un órgano sin relevancia constitucional como el TCJ aspire a corregir una resolución firme del TS, definido por el artículo 123 de la norma fundamental como el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes ( salvo en lo concerniente a las garantías constitucionales). Carece de todo sentido la disparatada tentativa de situar a una institución mixta de miembros del Poder Judicial y representantes del Consejo de Estado por encima del Supremo para sobrevolar así el artículo 117 de la Constitución, que atribuye la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, exclusivamente a los jueces y tribunales.

Para probar la insensatez de las pretensiones gubernamentales ni siquiera es preciso citar estas obviedades constitucionales, cuyo desconocimiento por el ministro de Justicia sería aún más alarmante que su tendencia a realizar interpretaciones torticeras del derecho. El artículo 7 de la LOCJ señala que 'no podrán plantearse conflictos de jurisdicción a los juzgados y tribunales en los asuntos judiciales resueltos por auto o sentencia firme', tal y como ocurre en este caso. La presentación del Gobierno como el caballero blanco de la jurisdicción contencioso-administrativa frente a la penal tropieza asimismo con la LOCJ, que excluye de su ámbito los conflictos intrajurisdiccionales, sometidos a la Sala de Competencias del Supremo. Finalmente, el artículo 17 de la LOCJ delimita drásticamente las atribuciones del TCJ, cuyas sentencias establecen si la jurisdicción corresponde al Poder Judicial o a la Administración pero no se pronuncian sobre el fondo del asunto.

En el improbable supuesto de que el peso de los consejeros de Estado libremente nombrados por el Gobierno forzara una interpretación favorable a la existencia de ese imaginario conflicto y a las tesis del Ejecutivo, se volvería, pues, a la situación de partida. El auto del Supremo de 18 de enero reconoció ya la competencia del Gobierno para conceder de forma discrecional el derecho de gracia, pero también recordó que corresponde al tribunal sentenciador -de acuerdo con la Ley de Indulto- la competencia de aplicarlo, paso que incluye el control de legalidad sobre la parte reglada de su contenido. Se trata, pues, de una competencia compartida o sucesiva, ejercida por el Poder Ejecutivo en su tramo político y por el Poder Judicial en su recorrido jurisdiccional. Ése fue el criterio seguido por la Sala Segunda con el indulto de Liaño: aplicarlo a las penas pendientes (casi trece años de inhabilitación especial), como dictaba una medida discrecional del Gobierno, pero no a las penas cumplidas (su expulsión de la carrera judicial), como exigía el control de legalidad sobre la parte reglada de la decisión gubernamental.

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