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Inmigración y política

José Luis Díez Ripollés

La protección de los derechos fundamentales de la persona, sea nacional o extranjera, constituye un objetivo irrenunciable de cualquier ejercicio de la política. Parece incuestionable que la nueva Ley de Extranjería ha privado de una manera no sólo ilegítima, sino además ineficaz, a juzgar por lo visto en las últimas semanas, de una parte sustancial de tales derechos a los inmigrantes ilegales. Este grave error político trasciende el marco de la diversas opciones ideológicas y debe, sin duda, ser subsanado por los instrumentos de defensa constitucional disponibles.

Pero el fácil acuerdo en el plano jurídico que se puede alcanzar en esta trascendente cuestión no ha de encubrir el hecho de que en nuestra sociedad estamos lejos de haber alcanzado un consenso social sobre el modo más correcto de abordar el problema social de la inmigración, es decir, la política a adoptar respecto a la recepción, permanencia y naturalización de los inmigrantes. Estamos ante uno de esos temas de política social en el que aún no parecen haberse decantado en nuestra sociedad modelos o alternativas de actuación claros, a tenor de los cuales desarrollar las políticas correspondientes. Desde luego, ni la Ley de Extranjería de 1985 ni la primera ni la segunda de 2000 parecen haber alcanzado esa claridad de objetivos que, en realidad, aún estamos buscando. De ahí que debiéramos ser precavidos para no calificar demasiado apresuradamente las diversas propuestas formuladas en función de las pretendidas opciones ideológicas que las sustentarían.

En las líneas que siguen no pretendo entrar en un análisis macro o microeconómico sobre los efectos beneficiosos o perjudiciales de ciertos niveles de inmigración en nuestro país, algo que está lejos de mis capacidades. Tampoco trataré los derechos individuales a la movilidad geográfica. Ni siquiera entraré en la cuestión, a mi juicio central, del desigual desarrollo económico-social mundial y la egoísta negativa de los países desarrollados a provocar un progreso a escala planetaria. Si se me permite, quisiera apuntar simplemente algunas ideas sobre la necesidad de que el fenómeno inmigratorio se integre adecuadamente en el imprescindible orden y control sociales, que constituyen el presupuesto de una sociedad democrática que quiere garantizar en la mayor medida posible los proyectos vitales de los residentes, con mayor o menor arraigo, en su territorio. Y en este tema, nuestra política migratoria viene padeciendo desde hace tiempo unas carencias y torpezas que la lastran notablemente.

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Una seria política de inmigración es sobre todo un significativo componente de nuestra política exterior. Es verdaderamente llamativa la ausencia hasta hace, literalmente, cuatro días de iniciativas encaminadas a regular los flujos de inmigración desde los consulados y embajadas españoles en el extranjero. Más allá del servicio doméstico, las puertas para acceder regularmente a los raquíticos cupos de inmigración legal han estado cerradas para la gran mayoría de los solicitantes. Y no es porque éstos no lo hayan intentado, sino por la manifiesta falta de voluntad o de capacidad de nuestras autoridades para ejecutarlos; no cabe buscar responsables foráneos de esas insuficiencias. Parece que ahora se quiere ser más activos en este terreno, algo que debe ser apoyado sin reservas, aunque se están apreciando síntomas muy preocupantes de discriminación entre nacionalidades, aparentemente sólo justificada por prejuicios racistas. Conviene recordar que la mayoría de los que desean emigrar a España siguen siendo magrebíes y subsaharianos, mientras que la atención oficial se está dirigiendo exclusivamente a Iberoamérica y Europa oriental.

Una muestra especialmente llamativa de esa ineptitud de nuestra política exterior es que ni siquiera ha sido capaz de desarrollar un sistema eficiente de permisos temporales de trabajo que aseguren una estancia regular en nuestro país de trabajadores extranjeros de temporada -y los magrebíes lo son en buena parte-, los cuales volverían con gusto a su país cuando las tareas agrícolas que desempeñan descienden en intensidad si supieran que iban a disponer de la posibilidad de volver legalmente y con mínimas trabas burocráticas la temporada siguiente.

Una política seria de inmigración es también una política de relaciones laborales justas. La inmigración ilegal se fundamenta en una descarada explotación laboral, propia de un país en el que nos costaría reconocernos, y respecto a cuya expansión las autoridades laborales, sindicatos y asociaciones empresariales llevan bastante tiempo mirando para otro lado. Y de nuevo aquí el problema no son los inmigrantes, sino nosotros mismos. Produce un enorme desconcierto observar el guante blanco con el que se trata a empresarios grandes, medianos o pequeños que sólo merecen el calificativo de explotadores, pero cuya aportación a la economía nacional hace que se les tolere casi cualquier cosa. Es aquí donde deben aprovecharse a fondo los nuevos preceptos introducidos en la leyes de extranjería de 2000, que permiten a los inmigrantes irregulares que denuncien condiciones laborales ilegales acceder a un status regular, para reaccionar inmediatamente sobre quienes las provocan.

Desde luego, toda política seria de inmigración es también en gran medida política interior. Así, precisa en primer lugar de un control lo más eficaz posible de las fronteras. Ya sabemos que nunca se logrará del todo y que habrá que asumir de alguna manera las consecuencias de nuestra propia ineficacia, pero de eso no ha de derivar la desacreditación de los esfuerzos en esa línea, siempre que sean respetuosos con la dignidad y derechos fundamentales de las personas. Y al respecto, por qué no decirlo, aún hay bastantes cosas por hacer sin complejos.

En este contexto de política interior, las sucesivas regularizaciones de inmigrantes ilegales a que han dado lugar sin excepción todas las modernas leyes de extranjería constituyen el más clamoroso fracaso de toda nuestra política de inmigración. Para dar una idea al lector no avisado, conviene recordar que se ha legalizado a inmigrantes que se hallaban ilegalmente en España de una manera abierta en los años 1985, 1991, 1996, 2000 y, ahora, 2001; pero es que, además, se han utilizado los cupos disponibles de inmigración destinados a personas situadas en el extranjero que deseaban emigrar para legalizar a inmigrantes ilegales radicados en España en los años 1993, 1994, 1995, 1997, 1998 y 1999. Ciertamente, nuestra incapacidad para impedir las entradas ilegales nos obliga a encontrar una solución humanitaria a los problemas creados por nuestra incompetencia, pero todo se trastoca si las regularizaciones se ven como un derecho adquirido del inmigrante irregular o, todavía peor, se programan en las propias leyes con mayor o menor explicitud para el futuro. Esa actitud ha venido desbaratando desde 1985 cualquier credibilidad de nuestra política migratoria, de lo que han tomado buena nota los inmigrantes y, sobre todo, quienes trafican con ellos.

Y esa política interior tiene asimismo una vertiente de orden público que no debe menospreciarse. Mantener el orden público en este ámbito no significa, desde luego, criminalizar al inmigrante ilegal, defecto que no se ha abandonado en ninguna ley de extranjería. Así, aún no se ha respondido convincentemente a la pregunta de por qué ha de ser la jurisdicción penal la que deba ocuparse del control judicial de las actuaciones administrativas en materia de extranjería; si el problema es las menores garantías personales de los implicados en la jurisdicción contencioso-administrativa o civil, lo que hay que hacer es corregir los defectos de éstas y no añadir nuevos perjuicios ligados a la negativa consideración social de toda intervención penal. Tampoco ha conseguido ninguna de las modernas leyes de extranjería limitar suficientemente el excesivo arbitrio del que goza la Administración a la hora de tomar decisiones en este campo: se siguen definiendo de manera imprecisa conductas que pueden acarrear la expulsión, se posibilita una excesiva duración de los internamientos previos a la expulsión y no siempre es todo lo claro que sería necesario el efectivo control judicial de todo el proceso.

En cualquier caso, es de justicia reconocer que tanto la Ley 4/2000 como la recién aprobada Ley 8/2000 desarrollan una política de orden público mucho más respetuosa de los derechos individuales de los inmigrantes que la anterior ley de 1985. Sentado esto, las leyes 4/2000 y 8/2000 merecen una valoración pareja en temas de orden público, con avances y retrocesos compensados. A favor de la última de las leyes hay que señalar no sólo su mejor calidad técnica, sino asimismo una política de orden público más coherente: ha reintroducido la más que razonable posibilidad de expulsar a quienes se encuentran en estancia ilegal, incomprensiblemente eliminada en la Ley 4/2000; ha enriquecido de una manera sensata el catálogo de sanciones que no conllevan internamiento; ha precisado más, aunque todavía de manera insuficiente, ciertas conductas que, indebidamente, se siguen considerando causa de expulsión, y ha cerrado el paso a la posibilidad de eludir la pena, por el atajo de la expulsión, de aquellos que cometan delitos de tráfico de seres humanos, entre otros aciertos.

En el debe de la Ley 8/2000 frente a la 4/2000 han de incluirse, sin embargo, las restricciones en los casos de motivación de denegación de visados; los obstáculos para obtener o renovar la residencia temporal una vez saldadas las posibles cuentas del inmigrante legal con la justicia, y, de modo singular, la posibilidad de expulsar a todo inmigrante que cuente con una condena dentro o fuera de España a una pena de prisión superior a un año, incluso si ya ha cumplido la condena.

No estamos, por tanto, en temas de orden y control social, ni muy probablemente en las otras cuestiones sobre inmigración no abordadas en estas líneas, ante alternativas nítidas que permitan descalificaciones apresuradas de las contrarias. Se precisa un esfuerzo de reflexión que posibilite llegar a consensos básicos hasta hoy no bien perfilados. Para allanar tales vías, una muestra de sensatez política sería desembarazar el camino de obstáculos ligados a temas en los que la controversia parece fuera de lugar, como es el caso del respeto de los derechos fundamentales de los inmigrantes.

José Luis Díez Ripollés es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga.

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