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Columna
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Gambas locas

Debió de ser un momento de extravío y desconcierto, a causa de la rudeza con que es tratada nuestra sensibilidad cotidiana en la tele. Una de las ventajas de la vejez -no me pregunten por otras- es la plácida conformidad con la que prescindimos de las cosas que no podemos conseguir o afrontar. Si al otro lado de la calle de arriba se nos escapa el autobús del que nos separa el maldito semáforo en rojo, soportamos la pérdida con entereza, sin intentar siquiera sortear los coches que circulan en ambas direcciones, ni tampoco blasfemar, como antaño. Un implacable destino regula el tráfico en nuestra ciudad y nos gana el sentimiento de fatalidad que desconocen las generaciones más tempranas. Quizá llegamos tarde al comercio, a la cita con el médico, pero ya nos posee la resignación. Mañana será otro día, salvo los fines de semana, que abren un paréntesis mayor.

La divagación procede para justificar el extraño e irracional impulso que me llevó el otro día hasta franquear la puerta de un afamado restaurante, frecuentado en tiempos remotos. Su especialidad es el marisco, de excelente frescura acreditada en grandes cámaras o espaciosos frigoríficos. Generalmente paso con indiferencia ante esos establecimientos, como rara vez me detengo en los rutilantes escaparates de las joyerías, antigua afición hacia los relojes de pulsera convertida hoy en simple curiosidad por conocer la hora, para lo que me sirve el que compré en un comercio indio de la calle de Fuencarral por 1.400 pesetas.

Era sábado y la perspectiva de pasar por el microondas el condumio preparado o el sabido menú de la cafetería cercana estimuló mi pereza y, mirando de soslayo para evitar ser reconocido, entré en el local, muy concurrido. El primer impulso fue pedir una simple caña de cerveza, pero el gesto insinuante del camarero detrás de la barra paralizó mi voluntad y, como si los sonidos procedieran de otra persona, escuché mi voz pidiendo una ración de angulas, otra media de gambas y una cigala terciada, 'cocida, por favor'. A mi vera, una joven tertulia de ambos sexos abandonaba restos de lo que fueron gigantescos centollos, peludas nécoras, espasmódicas almejas y rayados langostinos de Vinaroz o de Sanlúcar.

Me ganó la nostalgia ante la crepitante cazuela de angulas, sustraídas a la codicia japonesa, mientras recreaba la vista en una vecina fuente de percebes, de aceptable complexión, hermosos en su aparente fealdad. 'Un día es un día', me dije, acallando escrúpulos con el argumento de que difícilmente iba a presentarse otra capitulación semejante frente a la gula. Eché una distraída mirada sobre la numerosa y anónima multitud, insólita hace dos o tres generaciones.

Las gentes que comían ostras, langosta, bogavante o changurro eran pocas y se conocían de algo. Quizás la baja clase media pudiera permitirse las gambas al ajillo, los mejillones al vapor o unas lonchas de jamón ibérico, pero la mayoría de la población activa se confinaba en los chicharrones, las sardinas asadas, los bígaros y los camarones, con memorables incursiones entre las bocas de la Isla, la cecina o la mojama, no aquel aperitivo propio del rey Baltasar.

Mi pensamiento se complacía sinceramente en aquella reconfortante democratización del marisco, que llegaba al paroxismo en el ámbito de una bulliciosa reunión familiar, donde varios menores de edad despachaban con soltura y fruición unos colmados platos de pálidas y recias gambas de Almería, regadas con coca-cola.

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Concluido mi modesto festín, pedí la cuenta, que pensé equivocada y correspondiente a ese banquete. No había error alguno. Por suerte, llevaba encima una polvorienta tarjeta de crédito que el lunes, a primera hora, hube de aprovisionar con un crédito de urgencia.

Eché de menos un par de cosas: la falta de manteles de hilo de Holanda en las mesas -sustituidos por rectángulos de papel-, la cristalería checoslovaca y que no hubieran servido la cigala en un estuche de piel, sobre un lecho de terciopelo. Escribo estas impresiones cuando ya me encuentro muy repuesto, en franca convalecencia, achacando el episodio a un rapto de demencia senil absolutamente inmotivado e irrepetible.

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