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Columna
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Luz

Estuve trabajando en el ordenador hasta que se fue la luz. Al principio me quedé parado, como si yo también estuviera enchufado a la red. Luego, al oír voces tenues en el exterior, salí de mi cuarto y me dirigí al lugar del que provenían. En un amplio salón encontré a una mujer y a dos adolescentes, chico y chica, sentados junto al fuego encendido de una chimenea. Hablaban de lo que cada uno de ellos hacía antes de que se fuera la luz. La mujer miraba la tele, el muchacho navegaba por Internet y la chica escuchaba música, tumbada sobre la cama de su habitación. Sus rostros me resultaban vagamente familiares, como si ya hubiésemos coincidido antes en otro apagón. De hecho, al verme aparecer, la mujer me hizo una seña para que me sentara a su lado, cerca de la chimenea. Yo soy muy tímido y me cuesta mucho abrirme a los extraños; pero allí, casi a oscuras, iluminados sus rostros por las llamas, en seguida me sentí como si nos conociéramos de toda la vida. Y en cierto modo así era porque hablando de esto y de lo otro, atando cabos, descubrí con estupor que aquellos muchachos eran mis hijos. No es que se me hubiera olvidado que los tenía; era simplemente que hacía mucho tiempo que no sabía nada de ellos. Los recordaba de niños, correteando por el pasillo de la casa, gritando por las habitaciones y desordenando mis papeles. No sé qué pasó ni cuándo, pero un buen día dejé de verlos. Seguí oyendo sus voces tras las paredes, pero no volvimos a coincidir en ninguna parte de la casa.

En cuanto a la mujer, supongo que ya habrán adivinado de quién se trata. Yo, si he de ser sincero, tardé en darme cuenta, aunque tuve mucho cuidado de que ella no lo notara. Hacía muchos años que no me detenía a contemplarla sin prisa. Iluminada por el fuego de la chimenea y por las velas del salón, mi mujer me pareció entonces muy hermosa. Aproveché aquel apagón para decir esto y otras muchas cosas que me bullían en la cabeza. Noté entonces que mi sinceridad rompía el hielo, y que mi mujer y mis hijos también se alegraban de que nos hubiésemos encontrado después de tanto tiempo. Es cierto que habíamos coincidido en otras ocasiones alrededor de un telefilm, pero no era lo mismo. Por cierto: en un momento de la conversación me entraron ganas de ver el telediario, pero no dije nada. Cenamos con los dedos cualquier cosa, y luego mi mujer, que declama muy bien, leyó en voz alta historias de miedo que nos sobrecogieron, y tuvimos que taparnos con una manta.

A eso de las once vino la luz y alguien puso la tele. Mi hija se fue a escuchar música, mi hijo se conectó a Internet, y yo me metí en mi cuarto, a trabajar en un artículo que tenía pendiente. Quién sabe cuándo volveremos a vernos. En el centro de Almería, donde yo vivo, las instalaciones eléctricas son muy modernas y casi nunca se va la luz. Sé por la prensa que en ciertos barrios periféricos de la ciudad los cortes son habituales y duraderos, y que hay familias que viven sin electricidad días enteros. Entiendo perfectamente el enfado de estas gentes, pero desde aquí quiero aconsejarles que se calmen y que aprendan a disfrutar del privilegio que Sevillana de Electricidad tan frecuentemente les concede.

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