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Reportaje:Lectura

EL FINAL DE UN LARGO CICLO

La noche de la derrota socialista del 12 de marzo de 2000

Joaquín Almunia

Me acaba de llamar por teléfono Jaime Mayor. Según sus estimaciones, van a obtener 181 diputados'. No habría transcurrido mucho más de una hora desde que se habían cerrado las urnas. Estábamos todavía analizando los avances de resultados que diversos medios habían dado a conocer a las ocho en punto, y que coincidían en otorgar una cómoda ventaja al PP. El recuento de los votos en los miles de colegios electorales de toda España se desarrollaba al ritmo de ocasiones anteriores, y quedaba una larga noche por delante. Apenas empezaban a llegar los primeros datos a la web del Ministerio del Interior, pero el Gobierno parecía tener prisa por cantar cuanto antes su victoria.

Quien me traía esa noticia se había sentado frente a mí en la mesa del despacho de Ferraz, como tantas otras veces a lo largo de los tres últimos años. Ciprià Ciscar no suele levantar la voz casi nunca, pero en esta ocasión apenas un susurro surgía de su boca. No me mostré muy sorprendido.

Miré a Ciprià y le dije que, si la previsión del Gobierno se confirmaba, anunciaría mi dimisión esa misma noche. Hizo ademán de argumentar algo, pero no le dejé siquiera que iniciase su turno de réplica. En esta ocasión, no me iba a echar atrás, ni estaba dispuesto a dejarme convencer. Lo había meditado mucho, desde el mismo momento en que, el mes de julio del año anterior, había sido designado candidato para cubrir la vacante dejada por Borrell. Me había prometido a mí mismo que si el resultado de las elecciones arrojaba una derrota clara, no me quedaría al frente del partido ni un minuto más de lo necesario.

Me había equivocado ya una vez, cuando a raíz de la derrota en las primarias no había mantenido mi renuncia a la secretaría general. Ahora no quería repetir el mismo error. Ante el escenario que se avecinaba había que dar cuanto antes un paso atrás, dejando que tomase el relevo gente nueva. Una transición más dilatada nos reportaría más inconvenientes que ventajas.

La derrota sin paliativos entraba en mis cálculos. El anuncio de la oferta de pacto con IU había devuelto la alegría por unos instantes a parte de nuestra gente, modificando la sensación de que todo estaba ya resuelto de antemano. Pero las encuestas se habían mantenido inalterables. Durante la última semana de campaña no sólo no se había producido atisbo alguno de reacción entre el electorado indeciso, sino que la distancia que nos separaba del PP se había abierto aún más, hasta el punto de que Aznar bordeaba la mayoría absoluta.

Malas noticias

El domingo 12 por la mañana me acerqué al colegio electoral. Me acompañó Mila, que esta vez no había querido actuar de interventora para estar junto a mí. Estaban congregados en la puerta algunos compañeros del partido y un grupo de vecinos que, al ver el alboroto de cámaras, fotógrafos y periodistas, se quedó a curiosear y a saludarnos. La mayoría me desearon suerte, y parecían hacerlo confiados en nuestras posibilidades de victoria.

Recordé los rostros emocionados de tantas personas, sobre todo mayores, en las primeras elecciones generales, o el 28 de octubre de 1982, apretando entre sus manos las papeletas de voto previamente escogidas en la soledad de sus hogares.

En esta ocasión, yo contemplaba todo lo que me rodeaba con una mirada diferente. ¿Conseguiría, contra todo pronóstico, apoyos suficientes para formar una mayoría? ¿Sufriría, por el contrario, una gran decepción? ¿Qué cambios, políticos y personales, empezarían a producirse en cuanto se recontasen los votos que toda aquella gente iba depositando en las umas? Cumplí con el rito que obliga a los candidatos a amagar el voto varias veces, para que todos los fotógrafos tengan su oportunidad; hice unas breves declaraciones llamando a la participación; nos acercamos al quiosco a comprar los periódicos y nos volvimos tranquilamente a casa, a leer y escuchar música.

Después de comer eché en falta las habituales llamadas para comentar el avance de los sondeos israelitas, como llamamos coloquialmente a los que se hacen a la salida de los colegios. Mala señal. En todas las jornadas electorales, hacia las cuatro de la tarde empiezan a circular entre los medios las primeras quinielas, basadas en los datos recogidos hasta el mediodía. Sufrí esa espera, aparentando normalidad y sin decir nada a nadie, rumiando yo solo los malos presagios. Por fin, a media tarde sonó el teléfono: los datos que me avanzó Alfredo Pérez Rubalcaba no eran nada alentadores. Fue entonces cuando le dije a Mila que si las cosas rodaban finalmente en esa dirección, presentaría la dimisión inmediatamente. No sé si me creyó del todo. Hacia las siete de la tarde me puse un traje y una corbata, y nos fuimos los dos a Ferraz.

En mi despacho se vivía el ambiente de las noches electorales: la televisión y la radio encendidas, teletipos que anunciaban el nivel de participación acumulados encima de la mesa... A las ocho, todos los sondeos de los medios de comunicación dieron ganador claro al PP, pero ninguno se acercó a los 183 escaños. Es más que probable que, antes de ofrecer sus respectivas previsiones, los distintos institutos de opinión pacten entre ellos una horquilla de resultados. Así, si se equivocan, lo hacen todos a la vez. En todo caso, la victoria de Aznar parecía clara, y nadie la ponía en duda. Las cosas no pintaban nada bien, pero las espadas todavía estaban en alto. Ciprià bajó al poco rato a la sala de prensa e hizo unas declaraciones para salir del paso. Mientras, nuestros adversarios no perdían el tiempo. Debían de estar muy seguros de sus propios sondeos, y esta vez no querían que se les aguase su triunfo, como les había ocurrido en las elecciones de 1996. Mariano Rajoy, en un alarde de confianza, proclamó la victoria del PP cuando aún no había sonado la campanada de las ocho y media.

En ese clima pesimista encontré unos minutos para dar una ojeada al proyecto de declaración que había encargado a José Enrique Serrano. En realidad, eran dos borradores. Uno de ellos, para utilizarlo en el supuesto de ganar; el otro, para el caso de que fuésemos derrotados. Presté más atención, como es obvio, a este último.

Al poco tiempo, después de que Ciprià abandonase mi despacho, conocedor ya de mis intenciones, se presentaron en él Felipe y Alfredo Pérez Rubalcaba. Les ratifiqué mi voluntad de dimitir si los malos augurios se confirmaban. Ambos me pidieron calma y prudencia, tratando de convencerme de que no hiciese pública mi dimisión esa misma noche. Pero era un intento vano. También Juan Manuel Eguiagaray vino a verme con el mismo mensaje.

Hacia las diez de la noche pedí a quienes estaban en el despacho que me dejasen solo. Decidí no retrasar más de lo necesario el reconocimiento de la derrota. Felicité a José María Aznar por su triunfo espectacular y le deseé suerte para su segunda legislatura como presidente. Ninguno de los dos nos caracterizamos por la efusividad ni por la exteriorización de los sentimientos más allá de lo estrictamente imprescindible, pese a lo cual percibí que estaba rebosante de satisfacción. Era lógico. Me preguntó cortésmente acerca de mi estado de ánimo, y le respondí que me encontraba tranquilo, sin anticiparle cuál iba a ser el sentido de mi declaración pública pocos minutos después.

Paco Frutos, a quien telefoneé a continuación, estaba pasando, como yo, una noche difícil. Los resultados de IU eran muy malos. El último día de campaña habíamos coincidido los dos en un acto en Madrid. Le había encontrado ya muy preocupado ante la posibilidad de tener que afrontar un escenario como el que se estaba confirmando. En los pocos minutos que duró nuestra conversación, le informé de que me disponía ya a reconocer el triunfo del PP por mayoría absoluta. Tampoco a él le hablé de mi decisión de dimitir. No quería que nadie, salvo los muy cercanos, lo supiese antes de hacerlo público.

La dimisión que nadie esperaba

A las diez y media ya había corregido el texto de la declaración, añadiendo de mi cosecha algunas frases que diesen más contundencia a la valoración del resultado, además del párrafo relativo a mi dimisión. El PP obtenía una mayoría absoluta clara, y nosotros el peor resultado desde 1979. Casi todo el capital acumulado a raíz de la gran victoria de 1982 se había esfumado; pese a los casi ocho millones de votos que nos seguían respaldando, las pérdidas eran muy cuantiosas. Salí del despacho para dirigirme a la sala Ramón Rubial, en la que se habían congregado los medios y la mayoría de la gente que había acudido a Ferraz. Me acompañaba Mila. El silencio se cortaba con un cuchillo.

Al avanzar hacia el atril me vinieron a la mente las imágenes de otro momento aciago para mí, vivido en aquel mismo escenario: la noche de las elecciones primarias, dos años antes. Traté de no trasladar mi estado de ánimo al auditorio. Comencé a leer. 'El Partido Popular ha ganado las elecciones generales. Ha logrado el apoyo mayoritario de los españoles. Reconozco su triunfo y felicito al vencedor'. La declaración no se perdía en argumentos retorcidos que permitiesen fabricar una interpretación suavizada de los resultados. 'Los socialistas no hemos sabido convencer a los españoles del proyecto de futuro que hemos venido defendiendo. No hemos sabido conectar con sus esperanzas e ilusiones del momento presente. Los resultados que hemos obtenido obligan, más que nunca, a agradecer el apoyo que han manifestado a las candidaturas del Partido Socialista los millones de españoles que nos han otorgado su confianza (...) Todos ellos son la esperanza de un futuro más igualitario y solidario para España. Un futuro que no debemos dar por perdido; un futuro que sólo retrasa su comienzo en unos años'.

Mi intervención no se alejaba de lo que correspondía a un momento como el que estábamos atravesando. Quizás contenía unas gotas más de autocrítica de la que recomiendan los que piensan que reconocer los errores propios es una torpeza.

Por fin llegué a los párrafos de mi intervención que iban a convertirse en títulares. 'Ahora, los socialistas debemos hacer necesariamente una reflexión en profundidad sobre el resultado electoral, sobre sus causas y sobre sus consecuencias. Una reflexión a partir de la cual se afronte la renovación del Partido Socialista, que yo he querido iniciar, pero que requiere de un impulso nuevo y mucho más decidido que hasta ahora. La izquierda española, y todos los progresistas, necesitan iniciar el siglo XXI con un nuevo proyecto, con ideas nuevas, con gente nueva. Y para ello el PSOE tiene que estar en condiciones de liderar ese desafío cuanto antes. Por eso quiero anunciarles que desde este mismo momento presento de forma irrevocable mi dimisión como secretario general...'.

La noticia cayó como una bomba. Oí algunas voces pidiéndome que no lo hiciese, que tenía que seguir, que no podía dejarlo ahora, precisamente ahora.

¿Y ahora qué?

Me encontraba especialmente sereno. Estaba seguro de haber hecho todo lo que política y humanamente era posible, dadas las circunstancias en las que había aceptado asumir la candidatura. Durante seis meses me había recorrido toda España. Había defendido un programa electoral elaborado, esta vez sí, con la participación de muchos sectores, de expertos, de grupos de trabajo. Había lanzado una oferta de pacto a IU bastante arriesgada, sabiendo que no quedaba más remedio que sacudir el ambiente si queríamos despertar a una parte de nuestro electorado de la apatía, cuando no de la resignación acerca del triunfo inevitable del PP.

En vista de que todo ese esfuerzo no había producido los frutos esperados, estaba convencido de que la decisión que acababa de anunciar era la mejor para el partido, pese a que era consciente del riesgo de que, con mi dimisión, se crease una situación de vacío de poder.

Cuando subí de nuevo a la cuarta planta, el ambiente se había hecho aún más plomizo y cargado. Recibí algunas llamadas telefónicas, de dirigentes del partido y de amigos, para darme un abrazo y ofrecerme su respaldo en esos momentos. Javier Solana, con quien había cenado el sábado, llamaba cada media hora desde Bruselas para solidarizarse y seguir la marcha de los acontecimientos. En cuanto hubo un avance fiable del escrutinio de las elecciones andaluzas, que también se habían celebrado ese día, llamé a Manolo Chaves para felicitarle por su nuevo triunfo. Empezaron a ponerse en contacto conmigo algunos compañeros de la Internacional Socialista. Recuerdo especialmente las palabras cariñosas de Lionel Jospin, António Guterres y Fernando de la Rúa.

Felipe vino a verme de nuevo. Estaba tremendamente triste y preocupado. Nos sentamos el uno frente al otro en torno a una mesa redonda, y recabé su opinión. Percibí con claridad que no compartía la forma en la que yo había hecho pública mi decisión irrevocable de abandonar la secretaría general. Mantuvo aquella noche, como siempre, un exquisito respeto hacia mis criterios. Pero nos conocemos desde hace muchos años, y su gesto era signo inequívoco de contrariedad, porque las cosas no se estaban haciendo como él las hubiese hecho.

Hacia la una de la madrugada recogí los papeles que se habían ido acumulando sobre mi mesa de trabajo, saludé a los rezagados que todavía deambulaban por las inmediaciones del despacho y volví con Mila a casa. Al salir de Ferraz por el garaje, miré de soslayo al escenario que se había improvisado en la calle, delante de la puerta principal de la sede, para el supuesto de que hubiese habido un triunfo que celebrar aquella noche. Unas pocas personas paseaban por las inmediaciones, desorientadas. ¡Qué diferencia con otras ocasiones! El poder que iba a acumular en sus manos la derecha era muy superior al de 1979; la caída de nuestros apoyos electorales no tenía parangón y esta vez, además, yo era el máximo responsable de lo que había sucedido.

Ya en casa, todavía estuve un rato echando un último vistazo a los resultados. Por provincias, por comunidades autónomas, analizando la votación en algunos municipios. El varapalo era general. Prácticamente nadie se salvaba del desastre. En la habitación contigua dormía Miguel, mi hijo. Pocos días antes, desde el mismo ordenador que yo manejaba, me había dirigido a mi dirección electrónica un e-mail que no conservo, pero sigo recordando casi en su literalidad. 'Papá, aunque soy consciente de que a nuestro país le conviene más que seas tú el próximo presidente del Gobierno, yo miro las cosas desde el lado egoísta y no quiero que ganes, pues no me apetece nada tener que ir a vivir a La Moncloa. Lo siento'. Efectivamente, no iba a verse obligado a llevar escolta a sus 17 años, ni a cambiar de domicilio y de barrio. Pero, ¿qué consecuencias tendrían, para él y para otra mucha gente de su edad, cuatro años de mayoría absoluta de una derecha crecida por su éxito, y con mucho terreno por delante gracias a nuestra crisis? Al menos, a partir de ahora podría dedicarle como padre una parte del tiempo que le había robado para dedicárselo a la política.

Hacia el cambio generacional

Al día siguiente, el lunes 13 de marzo, convoqué a la Comisión Ejecutiva. A las cinco de la tarde, después de recibir con la mejor cara posible a los cámaras de televisión y a los fotógrafos, tomé la palabra y desarrollé mi análisis de los resultados, apoyado por el informe de urgencia que había confeccionado el Comité Electoral. Reiteré mi decisión de dimitir de forma irrevocable y, después de algunas intervenciones, todos los miembros de la Ejecutiva asumieron la situación y plantearon a su vez la dimisión, que era en todo caso obligada por mi renuncia a la secretaría general. Convocamos un Comité Federal extraordinario, ante el que yo presentaría ocho días más tarde el análisis y la valoración de los resultados, la propuesta de convocatoria del congreso del partido, para finales de julio, y la necesidad de elegir, en ese mismo comité, una comisión política que organizase el congreso y dirigiese, entretanto, los destinos del partido. Días más tarde, el Comité Federal respaldó nuestra propuesta y eligió una comisión, presidida por Manuel Chaves, encargada de dirigir los asuntos diarios del partido hasta la elección de la nueva dirección.

Pronto empezaron a emerger opiniones contrarias a la solución drástica que se había desencadenado con mi renuncia y la de toda la dirección. Se estaba creando una sensación de vacío, que a duras penas podía ser evitada por muy buena que fuese la voluntad que estaba poniendo en su cometido la comisión política. La inquietud era comprensible. Había contado con ello al tomar mi decisión, considerando que era un precio inevitable que había que pagar, a cambio de producir las transformaciones necesarias. Las cosas estuvieron a punto de desbordarse a la vista del desbarajuste que produjo la proliferación inicial de candidaturas, pero pronto volvió a serenarse el clima.

Cuando los delegados del 35º Congreso eligieron, meses después, y por una pequeña diferencia de votos, a José Luis Rodríguez Zapatero como nuevo secretario general, me alegré profundamente y respiré tranquilo. Esta vez, pensé, el PSOE había entendido el mensaje de los electores. Los cambios que vienen ocurriendo desde entonces en la valoración que el partido y sus dirigentes reciben de la opinión pública lo confirman.

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