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Columna
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Gibraltar

El tema de Gibraltar es en la prensa española como una serpiente de verano, ya asome en invierno o en período estival. Casi distraídamente, de cuando en cuando, el país descubre que al sur no limita con el Mar Mediterráneo, sino con Gran Bretaña, y el aliento noticioso de semejante revelación dura unos cuantos días, motivado por algún leve movimiento político o social producido en el Peñón. En esas ocasiones, el ministro español correspondiente (recientemente Piqué ha procedido a cumplir este inevitable rito de su oficio) se ve en la obligación de puntualizar algo, mediante prudentes declaraciones, pero en las que siempre asoma por algún lado la palabra 'firmeza', la firmeza con que el Estado español encara este apolillado asunto.

El Peñón, afortunadamente, nunca ha sido un peñazo, un peñazo informativo. La prensa lo retoma y olvida, como los niños retoman y olvidan los viejos artilugios de su cuarto de los juguetes. La diplomacia española sabe que el tema es lateral, acaso meramente sentimental, y que más vale restringir la firmeza a los discursos oficiales cuando tantas cosas importantes quedan por ventilar al norte de la mínima frontera.

Es saludable ese apacible olvido, esa implícita resignación. Los sucesivos ministros del ramo siempre cuentan con una coletilla (algo sobre Gibraltar, algo sobre la firmeza); incluso consideran conveniente, de vez en cuando, introducir en los discursos regios alguna glosa sobre el Peñón. Aprovechan para hacerlo cuando el Rey habla ante personalidades británicas. Los británicos presentes, por supuesto, no se dan por aludidos, mantienen una equívoca sonrisa, paternal, condescendiente. Saben que, después de todo, el tema no reviste la más mínima importancia.

Precisamente debido a esa levedad de la demanda resulta perdonable nuestra escasa sensibilidad hacia el problema principal que enquista este conflicto: la voluntad de los gibraltareños. Si la diplomacia española no fuera a estos efectos tan inútil y decorativa como una figurita de Lladró, habría que insistir muy mucho en su gigantesca ceguera. Porque los gibraltareños se sienten menos españoles que Josu Ternera y para ellos sólo existen dos opciones de futuro: la dependencia de Gran Bretaña o la mera independencia.

Tres siglos de convivencia a la sombra del Peñón han configurado en la mínima provincia una personalidad muy definida, incluso curiosamente ejemplar (en ella, por ejemplo, el inglés y el castellano no son lenguas excluyentes). Por eso no se comprende que España reclame la vivienda haciendo abstracción del inquilino. Los sucesivos gobiernos españoles hablan de Gibraltar como si fuera un ente abstracto, volátil (o, más bien al contrario, algo tan consistente como un pedazo de piedra), y no como un contingente de habitantes perfectamente legitimados para decidir su futuro en libertad.

Resulta paradójico que desde la diplomacia española se dé tan poca importancia a la libre decisión gibraltareña. Ahora que a otros efectos se impone, con afortunada contundencia, la importancia de la condición de ciudadano, conviene poner en cuestión los modos con que el Estado español ignora lisa y llanamente los deseos de la población de ese territorio, un territorio que el Estado considera suyo por razones que a los demócratas nos siguen intrigando.

Si Gibraltar se ha convertido en un problema no es sólo por su anacrónico estatuto de colonia, sino por un anacronismo aún más profundo: la reivindicación territorial. Pasaron los tiempos en que los Estados negociaban, a golpe de tratado, con el futuro de ingentes poblaciones. La condición de ciudadano no es una graciosa concesión estatal, es sobre todo un derecho. Sin duda los siglos futuros contemplarán con piedad las señoriales pretensiones que mantienen hoy los Estados hacia sus gentes o hacia aquellas otras que desearían hacer suyas. De momento, la demanda española sobre Gibraltar presenta ese pequeño inconveniente: que además del constitucional argumento de la integridad territorial está el no menos constitucional de la voluntad del pueblo.

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