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Reportaje:

La temperatura de la falla

En marzo de 1851, se dinamitaron, sin contemplaciones, las ruinas de los ritos paganos. O el parot del gremio de carpinteros se ponía firmes o la fiesta se quedaba para vestir santos. A tanto despropósito había que meterlo en cintura y el alcalde don Vicente Rodríguez de la Encina y Falcó se puso el detente de las buenas costumbres y a bandazo limpio se cepilló tanto descaro. Que un alcalde católico y formal tiene que velar por la moralidad ciudadana. En el Diario Mercantil del día 19 de aquellos mes y año, se lee: 'Las hogueras con las que se celebra la fiesta de San José han tenido que sufrir la previa censura de la autoridad, a causa de las escandalosas escenas (...)'. Y no sólo se dispusieron sanciones y penas a los culpables, sino también a sus padres, a sus parientes y a cuantos tuvieran que ver con la endiablada costumbre. Había que ordenar aquel caos popular, en nombre del 'bando general del buen gobierno'. Algo así ocurrió también en tiempos muy remotos, cuando los artistas rupestres se ocupaban de pintar ciervos, peces y toros salvajes, en un ejercicio perentorio de objetivar las proteínas, sin demasiados afanes estéticos. De manera que cuando aquellas criaturas metieron en el corral las cabras y los puercos, y aprendieron a condimentar la carne y a cocer el barro, las cosas se aplacaron. Entonces, dios se instaló en las más elevadas cumbres o en la cúpula del universo, y los hombres y las mujeres se pusieron a hacer menestra con jamón, vasijas, herramientas, discóbolos, armamento automático, fallas y leyes para prohibirlo todo. Por su parte, a los artistas les pegó por las ocurrencias y se entregaron a lo sagrado y a lo profano: trabajaron a dios en las canteras de mármol, y pintaron abstracciones geométricas, apóstoles, desnudos y bodegones. Cada quien tenía su oficio y el fuego era el principio de la vida, de las papilas del gusto y de la teogonía.

'Cada quien tenía su oficio y el fuego era el principio de la vida, de las papilas del gusto y de la teogonía'

Ellos inventaron la hoguera y los sabios maestros de la madera y del cartón le dieron forma. En el siglo XX, la forma era un monumento, y la burguesía mercantil y agraria se pasea por una ciudad con apariencia de museo. Es un lujo efímero, una aspiración, un espejismo. Pero ya andan en el escalafón de los valores artísticos y de los adelantos mecánicos. La fiesta es canon y habita en la discrepancia: el rostro de los ninots se modelará en cera y caolín, y hasta gesticularán y tendrán movimiento. La nobleza de la artesanía no parece suficiente, para satisfacer tanta exigencia. Y se le concede categoría de arte. En 1930, Mariano Benlliure declaró en El Fallero: 'La típica y la cultural festa valensiana no es otra cosa que la manifestasió, per mig de la sátira o dels ensals del espirit, del ambient sobre algún fet realisat durant el añ. Hia Falla que pareix un monument, y en cambi hian monuments que fallen y no apleguen a Falla'. Lo que significa, por ejemplo, que mire usted, que no hay quien aclare dónde termina la artesanía y donde comienza el arte, por muy popular que se apellide. Como todos los cultos y todas las liturgias fueron archivadas en una mala memoria colectiva, la cosa se ha ido liando, hasta hoy. Y es que el fuego pasado por el serpetín de la retórica cae en la trampa de su propia metáfora; y su polisemia más que un panfleto incendiario o una subversión de la luz, nos conduce a la duda. Y la duda es una forma de abstención, con el aval de la filosofía. En la falla hay una toda experimentada manipulación de materias combustibles y el arte es su exponente: se libera, aunque no siempre, en un punto crítico de la flamígera oxidación. Pero, hasta ahora, no se conoce ese punto. Habrá que seguir quemando fallas.

<i>Cremà</i> de una falla.
Cremà de una falla.JESÚS CÍSCAR

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