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Una visita a Suráfrica

Visité Suráfrica por primera vez en mayo de 1991: un periodo sombrío, húmedo, invernal, en el que todavía regía el apartheid, aunque el Congreso Nacional Africano (CNA) y Nelson Mandela habían sido puestos en libertad. He regresado diez años más tarde, esta vez con un tiempo veraniego, a un país democrático en el que el apartheid ha sido derrotado, el CNA está en el poder y una sociedad civil enérgica y conflictiva se afana en completar la tarea de traer la igualdad y la justicia social a este país que sigue dividido y pasa apuros financieros. Pero la lucha de liberación que puso fin al apartheid e instituyó el primer Gobierno elegido democráticamente el 27 de abril de 1994 sigue siendo una de las grandes hazañas humanas registradas en la historia. A pesar de los problemas actuales, Suráfrica es un lugar que incita a ser visitado y en el que pensar, en parte porque tiene mucho que enseñarnos a los árabes sobre la lucha, la originalidad y la perseverancia.

Esta vez he ido para participar en una conferencia sobre los valores en la educación, organizada por el Ministerio de Educación. Qader Asmal, el ministro, es un viejo y estimado amigo al que conocí hace muchos años cuando él vivía exiliado en Irlanda. Como miembro del Gabinete, activista del CNA y abogado y académico de éxito, fue capaz de persuadir a Nelson Mandela (ahora con 83 años, delicado de salud y oficialmente retirado de la vida pública) para que se dirigiera a la audiencia en la primera noche. Lo que Mandela dijo me dejó profundamente impresionado, tanto por la estatura y el carisma tan enormes y profundamente impactantes de este líder como por el discurso bien estructurado que pronunció. Nelson Mandela, también abogado de profesión, es un hombre particularmente elocuente, quien, a pesar de los miles de discursos y ceremonias de rigor, siempre parece tener algo interesante que decir.

En esta ocasión fueron dos frases acerca del pasado las que me sorprendieron en el seno de un buen discurso sobre la educación, un discurso que atrajo la atención sobre la poco halagüeña situación actual de la mayoría del país, 'que languidece en unas condiciones míseras de privaciones materiales y sociales'. Por lo tanto, recordó a la audiencia, 'nuestra lucha no ha terminado', aunque -ésta era la primera frase- la campaña contra el apartheid 'fue una de las grandes batallas morales' que 'cautivaron la imaginación del mundo'. La segunda frase fue su descripción de la campaña antiapartheid no simplemente como un movimiento para poner fin a la discriminación racial, sino como un medio 'para que todos nosotros afirmemos nuestra humanidad común'. Lo que las palabras 'todos nosotros' quieren decir es que todas las razas de Suráfrica, incluidos los blancos proapartheid, fueron concebidas para participar en una lucha cuyo objetivo final es la coexistencia, la tolerancia y la 'realización de los valores humanos'.

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La primera frase me impactó cruelmente: ¿por qué la lucha palestina no ha cautivado la imaginación del mundo y, aún más, por qué no da la impresión de ser una gran batalla moral que recibe el 'apoyo casi universal'... de prácticamente todas las tendencias y partidos políticos, como afirmó Mandela con respecto a la experiencia surafricana?

Es cierto que, en general, hemos recibido una gran cantidad de apoyo, y también que la nuestra es una batalla moral de proporciones épicas. El conflicto entre el sionismo y el pueblo palestino es, como todo el mundo reconoce, mucho más complejo que la batalla contra el apartheid, a pesar de que en ambos casos un pueblo pagara y el otro siga pagando un precio muy caro en desahucios, limpieza étnica, ocupación militar e injusticia social masiva. Los judíos son un pueblo con una trágica historia de persecución y genocidio. Ligados por su ancestral fe en la tierra de Palestina, su 'retorno' a una patria prometido por el imperialismo británico fue percibido por una gran parte del mundo (especialmente por un Occidente cristiano responsable de los peores excesos del antisemitismo) como una restitución heroica y justificada por todo lo que sufrieron. Pero, durante años y años, pocos prestaron atención a la conquista de Palestina por las fuerzas judías, o al pueblo árabe que ya estaba allí y que tuvo que soportar su exorbitante coste: destrucción de su sociedad, expulsión de la mayoría y un odioso sistema legal -prácticamente un apartheid- que sigue discriminándole dentro de Israel y en los territorios ocupados. Los palestinos fueron las víctimas silenciosas de una crasa injusticia, apartadas rápidamente de la escena mediante un estribillo triunfalista sobre lo sorprendente que era Israel.

Tras el resurgir de un auténtico movimiento de liberación palestino a finales de la década de los sesenta, los pueblos antiguamente colonizados de Asia, África y Latinoamérica hicieron suya la lucha palestina, pero, en lo principal, el balance estratégico ha estado mayormente a favor de Israel; ha sido apoyado incondicionalmente por Estados Unidos (5.000 millones de dólares al año en ayuda) y, en Occidente, los medios de comunicación, los intelectuales liberales y la mayoría de los Gobiernos han estado a favor de Israel. Por razones demasiado conocidas como para abordarlas aquí, el entorno árabe oficial ha sido o bien abiertamente hostil o bien tibio en un apoyo, fundamentalmente verbal y financiero.

Sin embargo, debido a que los cambiantes objetivos estratégicos de la OLP se vieron oscurecidos siempre por inútiles actos terroristas y nunca fueron abordados o plasmados elocuentemente, y también a que los políticos e intelectuales palestinos desconocían o malinterpretaban la preponderancia del discurso cultural en Occidente, nunca hemos sido capaces de reclamar con eficacia el elevado fundamento moral de nuestra lucha. La información israelí siempre ha podido invocar (y explotar) el Holocausto, así como los actos de terror no estudiados y políticamente inoportunos de los palestinos y con ello neutralizar u oscurecer nuestro mensaje, como ha sucedido. Como pueblo, nunca nos hemos centrado en una lucha cultural en Occidente (el CNA se percató desde muy pronto de que era la clave para debilitar el apartheid) y no subrayamos de forma humana y coherente las inmensas depredaciones y discriminaciones que Israel ha dirigido contra nosotros. Hoy, la mayoría de los telespectadores no tiene la menor idea de las racistas políticas territoriales de Israel, y desconoce sus expoliaciones, torturas y privación sistemática de los palestinos por el mero hecho de no ser judíos. Como escribió un periodista negro surafricano en uno de los diarios locales durante una visita a Gaza, el apartheid nunca fue tan malévolo ni tan inhumano como el sionismo: limpieza étnica, humillaciones diarias, castigo colectivo a enorme escala, apropiación de tierras...

Pero tampoco habría sido suficiente que estos hechos se conocieran mejor como un arma más en la lucha por los valores entre el sionismo y los palestinos. Nunca nos hemos concentrado lo bastante en el hecho de que para contrarrestar el exclusivismo sionista debíamos ofrecer una solución para el conflicto que afirmara nuestra humanidad común como judíos y árabes, como expresa la segunda frase de Mandela. La mayoría de nosotros seguimos sin poder aceptar la idea de que los judíos israelíes han venido para quedarse, que no se van a marchar, del mismo modo que tampoco se marcharán los palestinos. Esto es comprensible que sea muy difícil de aceptar para los palestinos, ya que siguen perdiendo su tierra y siguen siendo acosados diariamente. Pero, con nuestra irresponsable y poco reflexiva insinuación de que se les obligará a marcharse (como ocurrió en las Cruzadas), no nos centramos lo suficiente en acabar con la ocupación militar como un imperativo moral, ni en encontrar una vía que garantice la seguridad y la autonomía de los israelíes sin abrogar las nuestras. Ésta, y no la absurda esperanza de que un volátil presidente norteamericano nos dé un Estado, debería haber sido la base de una campaña masiva en todas partes. Dos pueblos en una tierra. O igualdad para todos. O una persona, un voto. O una humanidad común afirmada en un Estado binacional.

Sé que somos las víctimas de una conquista terrible, de una depravada ocupación militar, de un grupo de presión sionista que ha mentido una y otra vez para convertirnos bien en un no pueblo, bien en terroristas. Pero ¿cuál es realmente la alternativa a lo que acabo de sugerir? ¿Una campaña militar? Eso es soñar. ¿Más negociaciones de Oslo? Está claro que no. ¿Más pérdidas de vidas de nuestros valientes jóvenes, cuyo líder no les da ninguna ayuda ni orientación? Una pena, pero no. ¿Dependencia de los Estados árabes que han renegado hasta de su promesa de aportar una ayuda de emergencia? Seamos serios.

Los judíos israelíes y los árabes palestinos están atrapados en la visión de Sartre del infierno, ésa de que el infierno son 'los demás'. No hay escapatoria. La segregación no puede funcionar en una tierra tan minúscula, del mismo modo que tampoco funcionó el apartheid. El poderío económico y militar de los israelíes les evita tener que enfrentarse a la realidad. Eso es lo que significa que haya sido elegido Sharon, un criminal de guerra antediluviano convocado para que emergiera de las brumas del tiempo. ¿Para hacer qué?, ¿poner a los árabes en su sitio? Inútil. Por lo tanto, depende de nosotros el encontrar la respuesta que el poder y la paranoia no pueden encontrar. No basta con generalizar sobre la paz. Hay que aportar las bases concretas para ella, y ésas sólo pueden provenir de una visión moral, no del 'pragmatismo' ni del 'sentido práctico'. Si queremos vivir todos -éste es nuestro imperativo-, debemos cautivar la imaginación no sólo de nuestro pueblo, sino la de nuestros opresores. Y tenemos que atenernos a los valores humanos democráticos.

¿Me está escuchando la actual cúpula palestina? ¿Puede sugerir algo mejor, teniendo en cuenta sus pésimos antecedentes en un 'proceso de paz' que ha llevado a los horrores actuales?

Edward W. Said es ensayista palestino y profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia. Autor, entre otros libros, de Orientalismo y de Cultura e imperialismo.

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