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Columna
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Desde la minoría absoluta

Algunos ministros o subsecretarios ya desearían para sí esa fortuna loca de ir criando michelines en olor de vecindario y palique de ronda, que la política reserva celosamente a los alcaldes. Ministros y subsecretarios son criaturas de natural etéreo y picadillo de antesala y escamoteo. A muchos, no se les conoce ni de nombre de pila ni de cartera, y se manifiestan al personal asociados a calamidades, escándalos y disparates: gracias a las vacas locas, al conflicto de los inmigrantes y a las recetas de las sopas bobas, tenemos por descontado que, desde los patios de La Moncloa o del Palau, nos custodia una pila de ejecutivos, entre el anonimato y la absolución de sus piruetas. Son los mayoristas de una democracia que se practica a suspiros y vuelos rasantes. Por el contrario, los alcaldes van al menudeo, saludan muy campechanos, presiden procesiones, sudan a caño, gastan guasas y hasta se cabrean. Luis Díaz Alperi se cabreó con los jueces, porque el Tribunal Superior de Justicia le suspendió cautelarmente unas obras en el monte Benacantil. Luis Díaz Alperi no es el propietario del monte Benacantil, es solo el alcalde de Alicante, pero le pone tanta vehemencia al asunto que confunde el cuidado y la administración de los bienes comunes, con ese poderoso instinto patrimonial que lo glorifica. Una confusión así, no lleva más que al bicarbonato y a la descalificación de cuantos le hacen la contra.

La contra se la hacen cada día más: más plataformas, más asociaciones, más partidos políticos, más sindicatos, más recursos y hasta los circunspectos magistrados, de quienes el alcalde, en un arrebato épico, dijo que no tenían ni idea y que eran unos frívolos. Criar michelines en olor de vecindario puede ser, en efecto, una suerte loca que para sí quisieran muchos desconocidos de los que ministran la cabaña vacuna o el ultraje a los sin papeles. Pero esa misma cercanía al ciudadano, también representa una olla de cohetes: se advierte un ligero temblor de ira en la sotabarba; se percibe una rancia transpiración a chotuno; se localiza la vena inflamada por donde circula el autoritarismo, el antojo del infante contrariado, la sonora alcaldada. Luis Díaz Alperi quiere construir el Palacio de Congresos en las laderas del monte Benacantil. El Palacio de Congresos es una necesidad que nadie cuestiona. Pero el Benacantil es la ciudad. La historia y el blasón de la ciudad. Y a ver quién es el guapo que se machaca la historia y el blasón, le mete una dentellada a la roca o a parte de la roca, y lo apaña luego con un grupo de asistentes a un simposium de antropología hermenéutica. Es también 'un puñado de sol', según españoleó alguien tan poco sospechoso de subversivo como Federico García Sanchiz. Y es un bien de interés cultural, aunque abandonado a cualquier veleidad por la consejería del ramo, que ya es tela marinera.

Aunque el TSJ de la Comunidad Valenciana ha levantado la medida cautelar, con el voto en contra de uno de los tres magistrados de la sala, los portavoces de los grupos socialista y de IU, después de aclarar que el fallo no supone el visto bueno al proyecto, se preparan a presentar un nuevo recurso. Mientras, el arquitecto Manuel Ayús, de Salvem el Benacantil, confía en que allí, en las laderas del monte, no se perpetrará tan vitando desatino. Los políticos y los urbanistas tienen una ciudad en sus programas o en sus planos; pero los ciudadanos la viven, la gozan, la sufren y se la hacen. La mayoría absoluta, a la que se apela desde la alcaldía, no puede justificarse más que en un exquisito respeto a esa ciudadanía, que no quiere un Benacantil demediado. A ver si es que la mayoría absoluta en lugar de hacer alcaldes, hace fuerzas incontroladas de la naturaleza, que lo mismo se cargan el puente romano de Chelva, el barrio del Cabanyal o el monte Benacantil. Y cuando alcance la minoría absoluta, ¿soportará el alcalde de Alicante un cara a cara, con la cara del Moro?.

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