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Columna
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Los paseantes

Otra vez he cogido el tren, hasta Madrid y vuelta, pasando por Córdoba, ahora con unos aficionados del Leeds, equipo inglés de fútbol: cerveza y canciones en el movedizo vagón-bar, todos anclados en la noche de fútbol que no termina, aunque ya es el día siguiente por la tarde. Llegan unas italianas, y las canciones pierden voces, e italianas e ingleses charlan en tres o cuatro idiomas, al ritmo del tren. Yo, de regreso a mi asiento, me cruzo con ese nuevo personaje que ha aparecido en trenes y aviones: el paseante meditabundo.

Después de Córdoba aumentaron los paseantes en mi tren. Pensaban evidentemente en su vida, solemnemente, por el estrecho pasillo ferroviario. Rezaban en silencio, pero sin perspectivas de eternidad: con la mente puesta en el día y medio que dura vivir. Cada paso era hondo, fruto de una decisión sabia y saludable. Estos paseantes pensativos son una nueva realidad en el mundo de los transportes públicos, y creo que han surgido del descubrimiento de una enfermedad nueva: el síndrome de la clase turista, terrible avería y colapso del aparato circulatorio, del corazón y del cerebro, muerte total provocada por el simple hecho de viajar sin moverse.

Siempre ha muerto la gente en pleno viaje, en la tensión del ir y venir, pero, en cuanto les pones nombre, las cosas cobran una dimensión respetable, una entidad. Yo lo veo por la ventana del tren: las lluvias han dejado en el sur verdes verdaderamente nórdicos, muchos verdes, aunque, para mí, todos se llaman verde, como son un solo árbol los muchos árboles que se me escapan sin nombre ni ser, insignificantes. Un nombre les da realidad a las cosas, y el síndrome de la clase turista es un nombre horrible y amenazador, casi como la muerte misma. Estos paseantes que yo descubro en el tren huyen de la muerte. Más que en su vida, piensan en su muerte.

Estar sentado es peligroso. Ya sabíamos que respirar y comer puede ser mortal en nuestro mundo moderno, donde todo envenena, aunque la mayoría viva más y mejor. Ahora sabemos que también mata estar sentado. La emoción del viaje la aportaban en otro tiempo el asalto a las caravanas, los monzones, el huracán y las fieras. Ahora la emoción del viaje es el puro estar uno en su butaca, quieto, sentado, y el viajero, para evitar sobresaltos, se levanta y anda, resucita. Somos gente educada, y nos turnamos: sería espantoso que el pasillo del avión o el tren se llenara, a 200 o 700 kilómetros por hora, de una muchedumbre que tropieza consigo misma entre butacas vacías, como a la salida de un cine de estreno.

Nos acercamos a Bobadilla, y la señora sigue su andar de puerta a puerta del vagón, centinela de su salud. Me mira: Usted sabe que estoy cuidando de mi alma, me dice sin abrir la boca, rezando. En épocas de mayor imaginación, pensaría en el cielo prometido y el temido infierno, pero ahora piensa en la salud, nuevo paraíso, y en la posible y temible enfermedad. Yo vuelvo a levantarme. Los aficionados del Leeds siguen sentados en el bar, inamovibles, cantando triste y religiosamente, como si el campo de fútbol ocupara todo el mundo. Las italianas ya no están: la hermandad de los hombres espumosos y alcohólicos también es una iglesia solitaria.

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