'Torquemadas' de pacotilla

Los burócratas de la UEFA se han superado a sí mismos y han decidido actuar con alma de Torquemadas frente a Raúl, cuyo delito fue marcar un gol con la mano frente al Leeds. En el reglamento está contemplada la sanción en este tipo de casos: el árbitro anula el gol y amonesta al jugador con una tarjeta amarilla. Si ve la jugada. Si no la ve, es gol y se acabó. De lo contrario no habría partidos posibles, el fútbol estaría sometido a una censura represora que terminaría llevando el juego al absurdo.
El fútbol nació en la calle, y de allí guarda la mayoría de los códigos que incorporan los jugadores generación tras generación. Entre la legalidad y la ilegalidad, hay un terreno destinado a la astucia, a sacar ventaja de las zonas grises del reglamento. Puede que los jugadores no sean caballeros educados en Eton, pero el público comprende la naturaleza del juego y acepta perfectamente la diferencia entre la pillería callejera y la dañina grosería, expresada por los salvajes que se permiten masacrar tobillos famosos -los de Maradona, los de Ronaldo, los de Van Basten, los de Raúl- con el consentimiento de los árbitros y de estos inquisidores de pacotilla que pretenden dar lecciones de juego limpio desde sus despachos suizos.
La sanción a Raúl pretende tener un carácter ejemplar, pero es puramente política. Se suspende por un partido a un jugador que no iba a disputar el próximo encuentro de la Liga de Campeones. Este tipo de ejemplaridad hipócrita es muy propia de las campañas de imagen de la FIFA y la UEFA. Pero en este caso, la sanción tiene efectos de gran calibre. Por un lado, pone a los censores en disposición de interpretar los partidos a su antojo, de tal manera que saca al fútbol de los estadios para llevarlo a los despachos. Ésa es la obsesión que les consume: ya no es sólo la codicia de convertir este viejo juego en un negocio obsceno, sino también la voluntad de fiscalizar aquellas partes del fútbol que parecían incontaminadas por los burócratas.
Desde ayer, los señores del fútbol se sienten más satisfechos. Saben que su poder les hace cada vez más temibles a los ojos de los jugadores y de los aficionados. Hay muchas cosas que amenazan al juego, y no será la menor la pérdida de espontaneidad, el miedo a las decisiones tomadas por mezquinos funcionarios que nunca han oído hablar de la calle y sus códigos, de las fuentes que han hecho del fútbol lo que es. Pero a ellos, ¿qué les importa el prestigio de un jugador como Raúl, jamás expulsado como profesional y tantas veces víctima de la violencia tolerada? Esta gente ni sabe de fútbol, ni les interesa. Son una desgracia.
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