Hielo sobre hielo
Mientras me acerco al Palau Sant Jordi para asistir al espectáculo Disney sobre hielo, aventuras en la selva, recuerdo las palabras que, en sus memorias (Sexo, surrealismo, Dalí y yo, editado por RBA), Carlos Lozano le atribuye a Dalí: '¿Conoces a Walt Disney? Era un muy buen amigo mío. Solía venir a visitarme aquí. ¡Qué maravilla que el creador de todos esos personajes para niños fuera un pederasta! Walt tenía la mayor colección de fotografías eróticas del mundo'. Llevo la entrada en el bolsillo: 3.200 pesetas. Me uno a la multitud que se agolpa en la entrada del palacio. Cerca de la puerta, unos chicos que hablan castellano con acento yanqui venden programas a 700 pesetas. Otros hablan por radioteléfono y ponen cara de pertenecer a un sofisticado grupo de seguridad privada. La organización es perfecta. Todo está pensado para sacar el mayor provecho económico en el menor tiempo posible. A medida que los espectadores van acercándose a sus localidades, son tentados por tenderetes en los que se vende comida, ropa o bebida con alguna relación con el universo Disney y casetas para fotografiarse con los personajes creados por el genio nacido en Chicago en 1901 y, según Dalí, pederasta a tiempo parcial.
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Por curiosidad, pregunto el precio de unas patatas fritas. '400 o 500', me dice una chica. Unos metros más allá, palomitas a 300. Voy sumando: 3.200 + 700 + 400 + 300... A mi alrededor, padres, abuelos y tíos acompañan a sus hijos, nietos y sobrinos respectivos. Ponen la misma cara que yo: de resignado pánico económico, e intentan que los niños no se encaprichen de, por ejemplo, una hélice bengala o una espada linterna. Imposible: una niña pilla un berrinche y consigue, con su lacrimógeno chantaje, que sus tutores apoquinen 1.200 del ala a cambio de una varita mágica con efecto sonoro incorporado. En el marcador del Sant Jordi, anuncios encadenados con una particularidad: el del curso de inglés que regala un periódico lo proyectan 14 veces seguidas, una táctica publicitaria más que agresiva, repelente. Cinco minutos antes de la hora prevista, empieza el espectáculo: un refrito de las películas El rey león, El libro de la selva y Tarzán pasado por el turmix del play-back y del patinaje. En la pista, un escenario con profusión de sonidos y chillidos propios de la selva. Como los niños se saben las películas y las canciones de memoria, no hace falta respetar los argumentos y basta ofrecer una eficaz y gélida versión de estos tres clásicos de la animación. La iluminación es discotequera y el decorado parece diseñado por Giorgio Aresu, pero los patinadores saben un huevo y dan mucha envidia.
Durante las casi dos horas de espectáculo, espero que alguien resbale, que ocurra algo que se salga del guión. Incluso los aplausos de los niños suenan a enlatados. Panteras sabias, osos díscolos, gorilas majaras, hombres mono, exploradores malvados, leones ecológicos, elefantes chusqueros, todos van desfilando con precisión, aprovechando la tecnología que pone a su servicio el palacio. En el entreacto, un Skoda familiar sale a la pista en forma de coche anuncio al mismo tiempo que el spot del mismo vehículo aparece en la pantalla de video. Intento contagiarme de la alegría de los niños, pero estoy rodeado por devoradores de palomitas y miradas cansadas de adultos que parecen estar pensando lo mismo que yo: ¡lo que hay que hacer para ganarse el respeto de los hijos! Me doy ánimos sorbiendo ruidosamente mi refresco y me concentro en la pista. Allí están el sudoroso Tarzán y la vivaz Jane, deslizándose en el olímpico palacio, diseñado por un arquitecto japonés, que lleva el nombre del santo más fetén de un país casi tan en crisis como yo. Aunque me esfuerzo, no consigo conmoverme por el esfuerzo de los por lo menos 50 profesionales que, con tremenda corrección, dan sentido a esta forma de mercadotecnia rebozada por un espíritu de franquicia probablemente rentable. Cuando termina el show, después de que todos los personajes paridos por Disney y sus herederos salgan a saludar con infantil gesticulación, todo el mundo se levanta. No hay demasiado entusiasmo, quizá porque así se puede cumplir con el horario previsto y preparar el próximo pase. Los niños sonríen. Tararean las canciones y los que al entrar no consiguieron que sus padres les compraran la bengala, la espada o el globo lo consiguen ahora. Porque en el mundo Disney los niños siempre acaban recibiendo lo que se merecen.
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