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Reportaje:

Ruzafa, cogollo de los tugurios sin horas

Recorrido por los 'afterhours' más inquietantes de Valencia, donde sólo entran los tipos duros

Curro es un gitano perita, un tipo simpático con una especial habilidad para camelarse a la gente. A Curro le gusta la noche, frecuentar los afterhours (bares que abren y cierran a horas intempestivas) de Ruzafa, un barrio de Valencia que se ha convertido en el cogollo de los tugurios. Cambalache, Pastel, Le Chandelier, Silencio, El pequeño diablo... Bares lúgubres, imponentes, que mantienen sus puertas abiertas de jueves a domingo. Alguno de ellos incluso está abierto toda la semana, a disposición de los más intrépidos juerguistas, gente en muchos casos fuera del límite. Como Curro, un buscavidas: tan pronto vende camisas por el centro de Valencia como trapichea con una papelina de cocaína de la peor calidad. Curro, un ex presidiario, según avisan en cierto antro, tiene querencia por los trajes de chaqueta y la cocaína, la reina de los afterhours. Mientras este tipo entabla un diálogo delirante con un joven aspirante a empresario en uno de los bares más lóbregos del barrio de Ruzafa, Inma, una camarera voluptuosa, teñida de rubio, esnifa rayas de 20 centímetros en un reservado junto a otros cuatro tipos. Ella también trapichea con cocaína, pero no quiere que su jefa, una africana, se entere, pues dice que correría peligro su puesto de trabajo. Mientras en el reservado los cuatro tipos interpretan a la perfección el papel de Sean Penn en Hurly Burly, metidos en una conversación desquiciante provocada por la farlopa, en la barra un personaje enjuto y desmejorado observa en derredor. 'Éste paga por ver mastubarse a jovencitos', cuenta Inma, quien dice estudiar una oferta de la discoteca Bananas, donde su horario será más llevadero y se encuentrará más protegida.

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La clientela de los afterhours del barrio de Ruzafa se mezcla con los magrebíes, ecuatorianos y africanos que pululan principalmente por las calles Cuba y Puerto Rico. 'A nosotros no nos molestan. Mientras hagan su vida...', dice el dueño de un quiosco cercano al pub Cambalache, que recibe clientes esporádicamente durante toda la semana. 'Yo siempre tengo la puerta cerrada con pestillo. No me fío. Entre los moros y la gentuza que viene por aquí', cuenta la dependienta de una comercio de la calle Cuba.

Un martes a mediodía retumba la música dentro del Cambalache. La gente sale con discreción, con el paso lento y cansino que delata el cansancio de varios días sin dormir. Afterhours, centros de cambalaches, escondrijo de homosexuales reprimidos y otros fugitivos. 'Te vendo un Jeep Cherokee', le dice un tipo a otro en medio de la oscuridad y el ruido ensordecedor de la música. La venta no prospera. Encuentros y amistades efímeras, charlas banales; la velocidad de la cocaína. Un visita tras otra al cuarto de baño. '¿Me invitas a una raya?', pregunta insinuante una chica de unos 20 años. La coca ahuyenta el miedo. Todo es borroso en estos bares. Una vez a un tipo lo rociaron con un líquido inflamable y le prendieron fuego. Cuestión de segundos. Deudas, ajustes de cuentas que no trascienden. A veces. Otras es inevitable. Al hermano de un senador del Partido Popular le dispararon un tiro en la cabeza hace unos cuatro años en el pub Dalton, ya cerrado. Todo apunta a que fue por un motivo banal: miró a la mujer que acompañaba a un italiano, quien desenfundó celoso el arma. Salvó la vida de milagro tras una complicada operación.

El Dalton estaba en Jacinto Benavente. A escasos metros, en otro garito del mismo corte, Embrujo, dos hombres secuestraron hace unos dos años a la camarera en el cuarto de baño durante varias horas. Ésta pudo pedir auxilio por un teléfono móvil que pasó inadvertido para sus agresores, quienes supuestamente pretendían abusar de ella. Los dos tipos fueron detenidos. Unos meses antes, en el mismo bar, un hombre recibió un tiro en las piernas con una escopeta de fogueo. El Embrujo ya cerró. Como también La Comedia, en la misma zona.

El relevo lo han tomado otros. Unos más inquietantes y peligrosos que otros. En algunos de estos bares resulta una temeridad entrar ciertos días y a ciertas horas del día y la noche. Aun así, hay clientes asiduos, gente que se desfoga contando sus historias, metida hasta el cuello en la cocaína y embriagada de alcohol. En un cuartucho de uno de estos garitos, un chaval con unas manos enormes, cuenta con detalle cómo sodomizó a un travestí. 'Yo no soy maricón, sabes; no sabía que era un tío', dice mientras canturrea canciones de José Luis Perales, pues afirma que es un cantante frustrado. También dice que salió hace unos meses de la cárcel, donde pasó unos cuantos años por matar a un tipo de un puñetazo en una pelea. Asegura que fue boxeador amateur en Castellón. Lo cierto es que el individuo tiene reacciones imprevistas, y uno no sabe hasta qué punto se encuentra seguro junto a él. En el mismo cuartucho, Inma, cuya jornada laboral ya ha terminado, continúa aspirando rayas de perico a un ritmo frenético. Y recela del supuesto ex boxeador, a quien menosprecia a menudo. Con ese ritmo de vida, sorprende que esta atractiva camarera presenta un cuerpo tan voluptuoso. La coca no ha hecho apenas mella en su físico después de varias noches insomne. No puede decir lo mismo otro de los contertulios, que anuncia que ya tiene fecha para suicidarse.

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