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Reportaje:PLACETA DE ALIATAR | PLAZA MENOR

Algarrobos locos

Los montes que rodean Granada, excepto el Sacromonte, están cubiertos de nieve. El aire es frío y la temperatura baja. Pero no hay que arredrarse porque, por fin, el cielo está despejado y luce el sol; es un día estupendo para hacer un poco de ejercicio y ascender a esa zona alta, antigua, todavía misteriosa y siempre laberíntica que es el Barrio del Albaicín o Albaizín, que sería más correcto.

Así que, después de tomar café, se puede andar, bien abrigado y calzado, por la Puerta de Doña Elvira, una de las que quedan en la antigua muralla, de las más famosas e importantes, para, con ánimo decidido, subir la larga cuesta de la Alcazaba que también bordea la fortificación.

Tendrá que hacer algún que otro alto en el camino, tanto si viene por esa ruta como si sale dejando a la izquierda el Hospital Real, la Plaza del Arco del Triunfo y coge la misma empinada cuesta. Por los dos itinerarios se llega al Albaizín Alto donde junto a la Plaza Larga o calles de nombres antiguos: Salvador Chapiz, Panaderos, Fátima, cercanas al Mirador de San Nicolás, está la Placeta de Aliatar, bravo caudillo musulmán, alcaide de Loja, uno de los últimos zegríes que murió en la batalla de Lucena en defensa de los restos de la civilización islámica, a la sazón representada por Boabdil el Chico de quien era suegro.

El lugar dedicado a este héroe del siglo XV es el elegido para pasar el rato.

Es de planta rectangular, no muy pequeña pero sí con historia. La entrada da a Salvador Chapiz y tiene, como tantas otras, unos bancos de piedra en los que no debe sentarse nadie por más cansado que vaya; están helados y por mucho que su extraña disposición invite a la tertulia más vale observar el sitio a pie firme.

Tiene al principio unos pequeños, curiosos y retorcidos arbolitos de Judas, árboles del amor o algarrobos locos y en el centro una fuentecilla sin chorrito. Otros árboles más grandes pero bastantes más estropeados hunden las raíces en los huecos hechos para ellos perforando un empedrado de diminutos guijarros negros y grises que si se lavaran quedarían blancos, alegrando el suelo de figuras geométricas limitadas por unos medios bolondrios de hierro rematados con el símbolo de la ciudad: la granada abierta.

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A un lado, fachada blanca, puertas acristaladas y rejas negras, la Casa de la Cultura que, entre otras cosas, celebra exposiciones intermitentes. En otro costado la Casa Mudéjar en la que se dice que un jesuita, antes musulmán, 'educaba' a los moriscos a su manera y, haciendo esquina, el bar Aliatar.

El fondo se reserva para el final: es de poca altura y también blanco. Sobre las casas, muy al fondo, se ve el Sacromonte con la Colegiata de San Miguel Alto, bajo la cual, sin tener muy buena vista, apreciará dos filas de cuevas gitanas de espectáculo dirigido a los turistas, sustento de los calés que llegaron aquí como herreros y artesanos guarnicioneros con las tropas cristianas de los Reyes Católicos.

Debajo de este panorama dos lugares acertadamente juntos: una tasca y la consulta de un médico que tiene una placa dedicada al doctor Ángel E. Company: 'El barrio del Albaizín en reconocimiento a su labor humanitaria en el ejercicio de la medicina'. La del bar es más modesta: 'Horno Paquito'.

Dando media vuelta se encuentra la Colegiata, iglesia de El Salvador que fue la antigua Mezquita Mayor de la Medina, del Barrio, y que al ser conquistada por el ejercito de Isabel y Fernando fue directamente, como tantos otros lugares de culto islámico, reconvertida en Iglesia en 1500 y comenzada a construir bajo el mandato del Cardenal Cisneros -éstos son mis poderes- en 1501. Encargo que recibió y ejecutó Juan de Maeda.

Las revoluciones, especialmente los hechos acaecidos en 1936, no le hicieron ningún favor a la Colegiata que, al igual que otras, ardió. Por ello sólo le queda la fachada plateresca a la que se accede mediante escalones, el Patio de los Limoneros con la pila de abluciones y un claustro mudéjar de ladrillo tapado con mortero. Lo demás fue restaurado por Esteban Sánchez con mejor voluntad que acierto.

Sin menospreciar a nadie, sino porque el nombre es más evocador de lo caliente, pueden dirigirse al Horno Paquito, antigua tahona transformada en simpática taberna. Allí será cordialmente atendido por María de los Ángeles Fernández y su hermano. Son los descendientes de los panaderos que fundaron la industria hace un siglo. 'Hartos de trabajar de noche, cambiamos el negocio'.

Conocerán al amable fontanero Carlos que es amigo de Antonio Gala, asiduo de la casa y que también toma copas con El Fari. El cantante, cuando viene al Horno, manda apagar el casete donde hay puesta una cinta suya y canta lo mismo para la concurrencia.

Unas señoras muy amables, delante de sus platos de migas, aceitunas, cebolletas y boquerones fritos recuerdan al Quete, el Trabuco, el Parranda, el Trueno y otros muchos que el día de la Fiesta de la Cruz montaron una capea para la que todo el barrio se vistió como en una corrida: mantilla, sombreros cordobeses, niños ataviados de blanco y hasta banda de música, montando tal jaleo que la policía del centro de la ciudad subió al barrio para detenerlos. Menos mal que había un guardia civil, sargento Colomera, que haciendo como que los tomaba presos los encerró en el cuartelillo hasta que se fue la otra policía.

'De esto hace más de 40 años', comenta Rosario con nostalgia, que ve cortada la narración por una chica más joven. Ésta, metiendo baza, habla de la fiesta de los viejos: 'No hace muchos años, los niños en un día señalado nos disfrazábamos de viejos y viejas al salir de la escuela. Nuestras madres ponían de comer arroz, huevo duro y una naranja. Con esa gasolina salíamos a por todos los ancianos del barrio para encerrarlos en sus casas'.

Luego ya se puede salir tranquilamente de aquí a no ser que encuentre una riña entre policías municipales con grúa y todo y unos calés que no se dejan llevar el coche. Otro sucedido más en una plazuela dedicada a un hombre de grandes hechos en torno a cuyo nombre han ocurrido y siguen ocurriendo pequeñas cosas cotidianas.

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