Los silencios de Niza
Comoquiera que en la cumbre de Niza se han revelado, una vez más, muchas de las miserias de la construcción europea, no pueden sino sorprender algunos de los silencios del momento. Uno de ellos beneficia al formidable fiasco que deberían experimentar quienes siguen creyendo que el universal principio de ciudadanía, y no la lógica singular de cada Estado, es el inspirador primero de la UE de estos días. Si lo fuera, ¿a santo de qué tantas disputas por escaños y porcentajes en las que los protagonistas son, sin contestación, los Estados y sus prebendas?
Algo parecido se intuye que ocurre con las divisiones ideológicas que han dado en configurar, en el Parlamento Europeo, familias más o menos contrapuestas, y que hoy descubrimos pesan menos que la pulsión uniformizadora de los Estados y de las imaginadas naciones que los rellenan. Claro que los silencios tienen también su refrendo carpetovetónico. Quienes durante años han demonizado al presidente catalán, Pujol, por su presunto designio de competir despiadadamente en el reparto de recursos escasos estiman, al parecer, que nada de malo hay cuando quien recurre al mismo expediente es el señor Aznar. Ahí están, en fin, las ínfulas patrióticas de nuestro Gobierno, para el que, rizando el rizo, España ha encontrado acomodo entre los grandes de la UE mientras se aferra a la percepción de las dádivas que se conceden a los desvalidos.
Aunque a primera vista nada tiene que ver con lo anterior, algo se ha hablado, también, de los presuntos efectos que el uranio empobrecido, criminalmente utilizado por la OTAN, habría tenido sobre la salud de los soldados que forman parte de los contingentes internacionales desplegados en Kosovo. Nadie parece preguntarse, en cambio, por los daños -se adivinan sensiblemente mayores- que ese mismo uranio ha debido provocar en las poblaciones locales. Los angélicos beneficiarios de la injerencia humanitaria preocupan mucho menos que nuestros soldados, de la misma suerte que, si nos guiamos por lo que cuentan la mayoría de los medios de comunicación, los problemas de los doce Estados que se hallan en tratos con la UE nos traen por completo sin cuidado. Siquiera sólo sea por el egoísta interés de quien no quiere sorpresas en el futuro, bueno será que repasemos, sin embargo, esos problemas.
A los ojos de los mandatarios de la mayoría de esos países, y, por lo pronto, la Unión es un faro que deslumbra. Muchos de esos dirigentes han entrado en éxtasis al comprobar que el nombre de sus Estados se recoge en un documento oficial en el que, merced a los delicados equilibrios de Niza, se da fe de que antes o después se sumarán a la UE. Semejante arrobamiento augura, como poco, desinterés por unas negociaciones que se antojan llenas de trampas y, al tiempo, una dramática ignorancia de los sacrificios que se reclaman de poblaciones cuyo apoyo a la integración, aunque innegable, es más bien frío.
Los niveles de vida de la mayoría de los candidatos configuran una segunda fuente de problemas. En conjunto, la renta per cápita de esos países se emplaza un poco por encima del 30% de la de la UE. El punto de partida es, pues, mucho peor que el que hubieron de encarar España y Portugal tres lustros atrás, cuando su renta se situaba en torno a un 60% de la comunitaria. Es verdad, sí, que los candidatos mejor dotados muestran niveles de riqueza homologables a los que, en términos relativos, exhibían en 1986 España y Portugal. Pero incluso detrás de la aparente prosperidad que se advierte tras los datos que aportan los más ricos de los aspirantes se esconden realidades muy delicadas en la forma, ante todo, de gruesas bolsas de pobreza en las que se sufrirá lo indecible en los años venideros. Las economías de la mayoría de los candidatos están, en suma, para pocos vuelos, circunstancia tanto más relevante cuanto que aquéllas, una vez desmanteladas las redes asistenciales y según todos los pronósticos, se aprestan a recibir ayudas mucho menores de las dispensadas en su momento -volvamos a nuestro ejemplo- a España y Portugal.
A la precariedad en que se mueven estas economías se suma la inusitada prolongación de los sacrificios que se demandan de la población. Muchos de estos países han sido escenario, en el decenio pasado, de severas reformas que en algunos casos dieron en calificarse de terapias de choque. Una vez concluidas esas reformas, los sacrificios habrán de proseguir para dar satisfacción a los requisitos de adhesión establecidos por la UE. Pero lo suyo es que los nuevos socios pujen por incorporarse, también, a la unión económica y monetaria, con lo que deberán acometer nuevos esfuerzos que, y esto a menudo se olvida, habrán de consolidarse en el tiempo. Semejante acumulación de tributos en un periodo tan prolongado y en economías depauperadas puede tener efectos tan nocivos como impredecibles.
Otra fuente de problemas la aporta la debilidad de las relaciones que los candidatos mantienen entre sí. Aunque era comprensible que en 1990 muchos de estos Estados procurasen un rápido acercamiento a la Europa comunitaria y zanjasen la abrupta imposición que arrastraban por efecto de su obligada pertenencia al Consejo de Ayuda Económica Mutua (CAEM), lo cierto es que el vuelco operado en las relaciones ha sido excesivo. Piénsese, por ejemplo, que en 1989 un 47% de las exportaciones del conjunto configurado por Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia y Rumania se dirigía al CAEM, en tanto un 35% lo hacía a la Comunidad Europea; seis años después, en 1995, y hechas las correcciones correspondientes, los porcentajes eran, respectivamente, de un 23% y un 63%.
Parece fuera de duda que los países que nos ocupan han desaprovechado oportunidades, algo que a buen seguro ha ejercido un efecto negativo sobre sus economías. A duras penas puede sorprender que, con esos mimbres, los progresos en la creación de instancias regionales hayan sido muy livianos. Sólo una de ellas, el Consejo Báltico, ha despegado, mientras se enfangaban el triángulo de Visegrad, el Consejo Económico del Mar Negro o la Pentagonal. De resultas se ha esquivado la posibilidad de una presión multilateral sobre la UE en provecho de estrictas relaciones bilaterales. A lo mejor dentro de unos años asistimos, con estupor, a un fenómeno singular: sólo cuando los candidatos dejen de ser tales y se conviertan en miembros de pleno derecho de la Unión se avendrán a comerciar activamente entre sí.
El plazo para ultimar las adhesiones es una cuestión conflictiva más: no hay fechas predeterminadas ni existe compromiso alguno que permita augurar la incorporación simultánea de varios Estados en un escenario en el que, por añadidura, se ha desvanecido el doble escalón que, configurado años atrás, otorgaba a algunos de ellos una posición prominente. El mencionado es, con todo, un problema menor si lo comparamos con un horizonte más delicado: el de lo que llamaremos adhesiones incompletas. Al calor de estas últimas se abrirían paso fórmulas ambiguas y poco transparentes, tanto más cuanto que de por medio se cruza el proceso de gestación de la moneda única. Bien podría suceder, para entendernos, que la incorporación de los nuevos socios no lleve aparejado el vigor pleno de algunos de los elementos articuladores de la UE. En tal dirección apunta la propuesta que el canciller alemán, Schröder, ha realizado y que preconiza un prolongado periodo transitorio, en cuyo transcurso no sería de aplicación la libre circulación de trabajadores. Otro tanto podría ocurrir con la Política Agraria Común o con los propios Fondos Estructurales y de Cohesión. El designio, legítimo, de no perjudicar a los actuales beneficiarios de estos últimos se barrunta detrás de muchos de los movimientos acometidos en Niza, con el predecible efecto, eso sí, de que las que dentro de poco serán las regiones más deprimidas de la Unión se verán discriminadas si se preservan los actuales rigores presupuestarios.
Recordemos, en suma, la incierta situación de los Estados que parecen abocados a seguir al margen de la Unión Europea. Cabe suponer que la condición de algunos de ellos es meramente provisional: los sutiles equilibrios aritméticos perfilados en Niza habrán de revisarse, más pronto que tarde, para dar cabida en la UE a varias de las repúblicas ex yugoslavas. Pero en otros casos el propósito de cerrar la puerta -en virtud de razonamientos tan hilarantes como los desplegados por Helmut Schmidt- puede ser una fuente de tensiones que afecten de lleno a los candidatos de estas horas. Por detrás, lo que despunta no es sino una inquietante indefinición con respecto a una cuestión que, por su propia naturaleza, se presta a disputas y caprichos: los límites de un equívoco concepto como es, al cabo, el de Europa.
No hay que ser muy sagaz para concluir que hoy por hoy son desgraciada y mezquina mayoría quienes conciben la ampliación de la UE como una oportunidad más de consolidar mercados, acrecentar beneficios y ratificar dependencias. No sabe uno si ante tanta miseria organizada lo que corresponde es demandar, ingenuamente, otras actitudes y otros compromisos. Y es que mal haríamos en olvidar que, de hacerlo así, tendríamos que explicar por qué nuestra súplica no alcanza a quienes -en el África subsahariana, sin ir más lejos- necesitan de lo nuestro mucho más que los propios habitantes del oriente europeo.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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