Verdaderas palabras de una dama
No. Las declaraciones de Marta Ferrusola, ni son triviales (de 'tieta', como escribe Joan Barril en un intento desesperado por salvar los muebles), ni constituyen una agresión racista. Pero tampoco han de ser olvidadas al instante, sea por vergüenza ajena o en virtud de una simpatía profunda, como la que sienten por ella Jordi Pujol, Artur Mas y otros miembros de la familia, los cuales consideran de mala educación señalar cuando uno de los suyos se pone en evidencia.
Es cierto, además, que las opiniones de Ferrusola, o, más bien, sus prejuicios, ya que no pueden considerarse pensamientos articulados, los comparte buen número de catalanes, sobre todo en los medios rurales, su clientela más afín. Pero en eso reside, justamente, su elevado interés. Alguien abrió, como por descuido, una arqueta, y de ella salieron volando los demonios de Pandora, de las innumerables pandoras.
El escándalo es tan sólo el miedo que nos produce una faz reflejada en un espejo inmaculado. Es demasiado real. El exceso de realidad, si no está dulcificado por la urbanidad, produce una contracción de pudor, como cuando vemos imágenes pornográficas o de tortura. ¿Es realmente así esa gente? ¿Tan despiadada? Sí, lo es.
En todas y cada una de sus frases está presente la faz nítida, el aplomo de los bien plantados. Su voz tiene la inconfundible impostación de quien habla desde una propiedad inviolable. El tono agudo, perforante, de la voz de Ferrusola en aquel acto de Girona es tan revelador como el sentido mismo de las frases. Es la voz de quien sabe cómo dirigirse a los criados, a la servidumbre, y tiene el hábito de hacerlo. Pero también hay en ella un matiz quebrado, una queja patética, un dolor íntimo, porque, aunque sin duda es la voz de un amo, sin embargo ese amo está siendo amenazado por la servidumbre a la que ha contratado y de la que no puede prescindir. Se encuentra atado a la amenaza de su propia riqueza, y se revuelve con ira contra sí mismo.
De un lado, la conciencia de que esto es suyo, su propiedad, y por eso lo llama 'mi tierra', o 'Cataluña', diluyendo en la máxima abstracción lo que no es sino un entramado de rutinas económicas y jurídicas compartidas. Pero también, de otro lado, un temor pánico, parecido al de Harpagon, a que el servicio le robe sus propiedades, a que la tierra se desvanezca bajo sus pies y queden ellos, los amos, en el aire, desamparados, náufragos, similares, entonces, a sus sirvientes, los que vinieron de Dios sabe dónde, de Murcia, de Extremadura, de África, y viven aquí sin tierra bajo los pies. Ellos, los señores, de pronto se ven igualados a los siervos que han robado la tierra del Padre, y por eso temen empezar a vagar por una tierra de nadie, donde las ermitas románicas del Padre son como las mezquitas de un dios bastardo. ¿Qué sería de ellos sin 'Cataluña'? ¿Inmigrantes, ellos, en su casa?
El espanto que expresan las palabras de Ferrusola es real. Tiene miedo. Como lo tienen sus hijos, educados con extremado rigor a no jugar con niños castellanos. ¡Pobres niños Pujol, amenazados por esa gente grosera, delincuente, zarzuelera, que bulle y grita, sin educación ni maneras, fuera de los jardines del catolicismo nacional! Niños castos, formados en el asco a la promiscuidad de los sin tierra, esos inmigrantes que no sólo les roban la propiedad, sino que se reproducen con lubricidad arcaica, animal, hasta el punto de que 'sólo tienen hijos', y el marido de Ferrusola se ve obligado a regalarles casas. Pero los extranjeros no lo agradecen, sino que aún exigen más. El amo llora desconsoladamente ante una situación amenazante que él mismo ha creado, con su codicia.
Ese miedo, esa inseguridad profunda y neurótica, es la que ha dominado el discurso nacional de los veinte últimos años, el sobrecogedor 'nosaltres sols' que cierra, excluye y aísla al clan de propietarios. Fundado en el miedo, ese discurso nacional señala constantemente al Otro, el que no habla como ellos, no viste como ellos, no tiene el mismo Dios, no respeta su propiedad, ni su nobleza, ni sus privilegios, y no practica una sexualidad civilizada que permite ahorrar dinero limitando los nacimientos. Son las 'baterías que apuntan contra Cataluña', es decir, contra ellos, los viejos feudales de un país limpio, claro, euclidiano, sin fracturas, en donde todavía hay clases.
Es el discurso constitutivo de la más nítida ideología reaccionaria española, la de la 'limpieza de sangre', aplicado a un lugar en donde la sangre, por fortuna, nunca fue pura. Ideología que ha infectado también a la izquierda hasta hacerla casi desaparecer, tras veinte años de menosprecio a los votantes y serviles gestos a la gentry para que les conceda títulos de propiedad. ¡Ingenuos advenedizos!
Mientras ése sea, en efecto, el pensamiento dominante, no en Cataluña, abstracción metafísica que encubre un juego de intereses reales de los que nunca se habla, sino entre los feudales del lugar, esta sociedad permanecerá encerrada, como la trenza en la siniestra urna de cristal, en un saloncito que huele a sacristía, a moho, a incienso frío y tabaco muerto. El hedor de aquellos lugares cuyas ventanas llevan veinte años cerradas.
Félix de Azúa es escritor.
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