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Columna
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Houdini y los Círculos

En Madrid no hay diseño y Madrid no es olímpica, nuestra izquierda nunca ha sido divina, ni intelectual nuestra burguesía, pero el Círculo de Bellas Artes es un club privado al que puede asociarse todo el mundo, incluidas las mujeres, y cuyo programa de actividades culturales puede deleitarnos con criaturas de inefable naturaleza, dudoso género, difícil clasificación biológica y heterodoxa creatividad. Así es el compositor Wim Mertens, que el pasado lunes ofreció allí uno de sus intensos conciertos. Sentado a un piano que domina con la destreza y la pasión del virtuoso, y con el que se relaciona despojado del rancio envaramiento de los clásicos (cruza las piernas mientras toca, usa los pedales a su peculiar aunque eficacísimo modo, se rodea de altavoces, creando sobre el escenario un espacio que le encierre con el piano), podía distinguirse, en sus rasgos y en su rara voz de castratti, la sutil frontera fisionómica que nos permitía intuir que aquel ser era un hombre, aunque bien podría ser un ángel, o un alma hermafrodita con algo femenino en el rostro y un vigor masculino en los brazos, de piel blanquísima, casi transparente, y un pelo ralo y lacio, apenas rubio, que concordaba con su extrema timidez. Saludó muy formal, con esa leve oblicuidad de la mirada fuguista, y regaló, generoso, dos horas de placer musical, suyo y nuestro

No es posmoderna Madrid, ni frontera de Europa. Pero unos días antes, en el Shanghay Tea Dance, que es un club privado llamado Pasapoga, en el que (plena Gran Vía, suntuosas escalinatas, hercúleas columnatas, frescos, arañas y terciopelados) los domingos se celebran fiestas de mayoría gay masculina en las que se permite la entrada a todo el mundo, incluidas las mujeres, el escritor Leopoldo Alas, con esa apariencia suya de eterno adolescente sin género, con ese flequillo y esa media sonrisa de niño terrible, con esa voz de jovencita díscola que se ha estropeado la garganta fumando en los recreos, presentó su nueva novela, profusamente rodeado de su círculo habitual: amigos de ambos sexos y de diversa sexualidad, burgueses no tan intelectuales o intelectuales no tan burgueses, izquierdistas no tan divinos o divinos sin filiación. En fin, puro mestizaje, gente sin seny, castellanos o así.

Y unos días después, en este mismo Madrid que carece de puerto y no es tan cool, la escritora Irene Gracia, extraña criatura, casi un híbrido sexuado entre lo delicioso siniestro familiar (como recordó allí Millás que viera Freud) y lo gótico histórico perverso, convocó en Houdini, insólito lugar, a los invitados a la presentación de su nueva novela, de la que ella misma parecía haber frágilmente emanado. El local ocupa una esquina anodina en la calle Fuencarral y el luminoso de grandes letras verticales en el que aparece el nombre del fuguista búlgaro nos ha hecho pensar más de una vez que aquella esquina era un truco póstumo y eterno del desaparecido Houdini, si no una tapadera de algo de muy incierta calificación. Pues bien, Houdini es un laberinto de sorpresas, una suerte de interminable parque temático de lo oscuro, escaleras que conducen a salas evocadoras de lo desconocido, pasillos repletos de objetos misteriosos y retratos de vocación tenebrista, por los que avanzas jaleada por autómatas que recuerdan a tu paso la inevitabilidad de la muerte. Allí estuvimos un círculo de amigos, escritores y editores, incluidas mujeres, a quienes se ofreció el disfrute de una joven mezzosoprano de limpia voz y gran capacidad dramática, bellamente acompañada al piano.

¿Se han fijado; en una semana madrileña: un Círculo y varios círculos, dos pianos, algo como un castratti, una mezzosoprano? ¿Será magia de Houdini?, no teniendo Madrid esa otra clase de Círculo, como el del Liceo de Barcelona, un Círculo de los de prestigio, de los distinguidos, de los de aire británico, de los de artesonado y cuero, de los eminentes, de los ínclitos, de los grandes caballeros, de los misóginos, de los machistas, de los del subdesarrollo cultural, de los de las acompañantes, las señoras de, como la Montse, sí, la Montserrat, que no caigo en el apellido del marido, qué cabeza la mía; sí, hombre, esa soprano catalana internacionalmente aclamada, Caballé, no; Caballé es ella, digo el marido, con el que tiene que entrar del brazo en el Círculo ese buenísimo que aquí no hay.

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