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El retorno del ciclo

Hay fenómenos que nacen con la ilusión de cambiar nada menos que la vida de la humanidad, de conducirla por vericuetos sin retorno hacia un futuro que se anuncia mejor. Uno de los más recientes es la tan celebrada aparición en Estados Unidos, dónde si no, de una 'nueva economía' cuyo lanzamiento urbi et orbi pertenece a ese tipo de noticias destinadas a advertir que algo trascendental ha nacido que cambiará nuestro destino. Nada será ya como antes porque, nos aseguran, un milagro tecnológico ha eliminado la distancia y transformado el tiempo, esos trasnochados conceptos relacionados con la finitud humana; milagro que, además, se replicará en otro aún más trascendental: la economía podrá crecer siempre sin la odiosa compañía de la inflación. Los drásticos vaivenes de la coyuntura, que tanto amargaron la vida de muchas generaciones y aun la nuestra, no robarán ya el sueño de nuestros hijos, pues las tecnologías de la información e Internet son una fuente inagotable de prosperidad y la economía dejará por fin de ser esa 'ciencia lúgubre' que un día plomizo de invierno le pareciera a Carlyle.

Semejante opinión sobre el impacto de las tecnologías citadas en el ciclo de los negocios está completamente impregnada de los tintes triunfalistas del éxito económico alcanzado por Estados Unidos en la última década, un periodo de prosperidad caracterizado por bajos tipos de interés, grandes superávit en las cuentas públicas y tasas de inflación más que aceptables para los altos niveles de crecimiento registrados por el PIB y el empleo. Un verdadero círculo virtuoso levantado sobre los sólidos cimientos del rápido incremento de una productividad (3% de media en 1996-2000) que la cátedra atribuyó casi en exclusiva a las tecnologías emergentes y, por tanto, creyó estructural.

Los altos registros alcanzados espolearon a los buscadores infatigables de paradigmas económicos compatibles con el credo neoliberal, víctimas últimamente de una gran sequía intelectual, y algunos hay que han creído dar con el último: su versión más osada anuncia que la tecnología digital nos sitúa en el umbral de la desaparición definitiva de los ciclos económicos, mientras la más cauta se conforma con la atenuación de su intensidad y la prolongación generosa de su extensión temporal. La amortiguación del ciclo se atribuye a que los precios traducirán mucho mejor las verdaderas condiciones de la oferta y la demanda en los diferentes mercados, sin verse perturbados por los márgenes aplicados por múltiples intermediarios, y la mayor amplitud sería consecuencia directa del permanente gran crecimiento de la productividad inducido por la revolución informática y las telecomunicaciones. En definitiva, nos vienen a decir, estamos a punto de degustar el funcionamiento óptimo de la economía en competencia perfecta descrito por los economistas clásicos y los precios de equilibrio (online, por supuesto) se constituirán en señales inequívocas que iluminarán a los agentes económicos en la toma de decisiones. El mercado, llevado por su inmenso saber, situará la economía en su nivel natural de actividad y nos conducirá, de la mano de la red de redes, hacia 'la cúspide de una nueva edad del hombre' que ya visualizan los más fanáticos de sus admiradores.

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El anuncio de la buena nueva desató una gran euforia bursátil centrada en los valores tecnológicos representativos de la recién bautizada 'era digital': las cotizaciones crecieron de manera tan sorprendente que algunas empresas de Internet con fuertes pérdidas alcanzaron en Bolsa una capitalización superior a la de General Motors, con la bendición de ciertos bancos de inversión y analistas desertores de las reglas financieras más elementales y del mismísimo sentido común. Mientras ellos obtenían pingües beneficios de la loca fiebre compradora, expandían la jerga hortera de la economía virtual y, de la mano de las consultoras multinacionales, anunciaban la muerte súbita de quienes (empresas o inversores) se resistieran a la nueva religión; nadie debía escandalizarse por unas relaciones precio/beneficio de los activos tecnológicos fuera de toda lógica económica: las evoluciones anormales de los mercados eran el tributo a la nueva era, el precio de asistir al parto del nuevo paradigma. De un plumazo, estos ciberavispados (que ya hicieron su agosto con el terror por ellos creado en torno al misterioso efecto 2000) vieron resueltos en sus cuentas de explotación los problemas conceptuales que la ciencia económica ha tenido siempre para interpretar el cambio tecnológico e incorporarlo como variable endógena en el cuerpo central de su análisis. En un abrir y cerrar de ojos, el beneficio empresarial había pasado a convertirse en un concepto exótico, cuando no en un mal criterio para predecir los valores que triunfarán o fracasarán en el futuro bursátil.

Pero la noche de vino y rosas terminó al alba y, como de costumbre, con el recuento de las bajas producidas por el estallido de la gran burbuja. El restablecimiento de las leyes esenciales y del orden bursátiles se produjo en el segundo semestre de 2000, durante el cual se desinfló considerablemente el globo de las puntocom y la niebla de la sospecha empezó a caer sobre las telecom. Desaparecieron los 'sesudos análisis' que justificaban las actitudes más irracionales de la fiebre inversora y, poco a poco, se volvieron a imponer los elementos fundamentales y criterios de buen gobierno de las empresas y del conjunto de la economía. Como suele decir Lester Thurow, los inversores se comportan como antílopes huidizos que unas veces huyen porque ven al león y otras lo hacen porque el viento agita la hierba y creen que el león se acerca.

La sucesión posterior de acontecimientos ha ido poniendo de manifiesto que las tecnologías de la información y comunicación pueden, en efecto, conducirnos hasta una economía diferente, más orientada hacia una industria apoyada en los servicios y proclive a actividades relacionadas con el conocimiento; una trayectoria que, sin embargo, encaja mucho más en el concepto de evolución que en el de revolución, porque el tan manoseado cambio del entorno no ha conducido a modificaciones de las conductas o mecanismos de un sistema económico cuya lógica permanece intacta. Y como en esa lógica sigue teniendo cabida el ciclo, a nadie debería haber sorprendido su regreso a la realidad más reciente de la economía estadounidense.

Los rescoldos de la euforia animaron durante meses a aceptar un 'aterrizaje suave' de la economía americana, pero el nuevo secretario del Tesoro acaba de reconocer que 'parpadea en una zona muy cercana a la tasa de crecimiento cero' y Alan Greenspan ha tenido que poner en juego su credibilidad, que es mucha, en un intento de disipar la tristeza psicológica que antecede a toda recesión. El problema es que el principal soporte de la economía estadounidense, el crecimiento de la productividad, cayó abruptamente en el último trimestre de 2000, lo que ha acelerado extraordinariamente los costes laborales unitarios y da la razón a los economistas que, como Robert Gordon, consideraban que gran parte de los incrementos de los últimos años tenía carácter coyuntural, esto es, que era el vertiginoso y prolongado crecimiento del PIB lo que impulsaba la productividad y no al revés. Después de tanto negocio clic y tanto e-ilusionismo, llegamos a la conclusión de siempre: nos guste o no, el funcionamiento del mercado es imperfecto y existen en él rigideces reales y nominales que no se evitan a golpe de reforma institucional, porque las anticipaciones de la demanda son imperfectas y las empresas (de 'ladrillo y cemento' o de 'bits&chips', tanto da) ajustan por cantidades y no por precios. En otras palabras, los mercados no se vacían siempre en el punto de total ocupación de la capacidad productiva y pleno empleo.

¿Y qué podemos hacer, además de recuperar la corbata, para salir del atolladero coyuntural? Pues recurrir a quienes saben que las políticas monetarias y fiscales se inventaron para evitar los efectos indeseables de las imperfecciones del mercado. Por ejemplo, a ese mago del 'ajuste fino' que es el curtido predicador de la 'exuberancia irracional' de los mercados; Greenspan fue la primera persona con quien quiso charlar el actual inquilino de la Casa Blanca, la nueva cara del 'tío Sam', probablemente para comprobar el margen de maniobra disponible para cumplir sus promesas fiscales. Pero, puesto que de Casablanca y Sam hablamos, ¿cuesta tanto ver a este dobleuve Bush convertido en un Bogart virtual, pidiéndole al virtuoso pianista de la política monetaria el inolvidable 'tócala otra vez, Alan'? A cualquier cinéfilo le costaría un montón, pero merece la pena hacer un esfuerzo porque se dice que la música amansa a las fieras.

Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.

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