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Columna
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¿Éstos no son hombres?

Emilio Lamo de Espinosa

Cometimos la ingenuidad de pensar que se podía medir el racismo de los españoles preguntándoles su opinión, algo así como preguntar al mentiroso si miente. Aun así, no menos de uno de cada tres confesaban que sí, que lo eran, pero persistimos en la ingenuidad. ¿Cómo un país mezcla de fenicios, iberos, griegos, moros y judíos, como reza el estereotipo, podía ser racista? Por supuesto, el racismo y la xenofobia no se miden sólo en las palabras, sino en los actos, y unos y otros nos muestran que somos racistas. Hace décadas que lo sabemos frente a los gitanos y lo hemos visto patente en El Ejido y otros lugares. Sin que las autoridades hayan hecho nada, o bien poco, para erradicar esas actitudes.

Por ello, lo que progresivamente irrita en no pocas actitudes oficiales hacia la inmigración no es ya la torpeza, sino la inhumanidad que oculta malamente una dureza de corazón que sólo puede ejercerse contra quien ha sido previamente estigmatizado y que parece buscar (sin decirlo) un voto más enfermizo que fácil. Pues el tema no es sólo si son legales o no, si se les debe reconocer unos u otros derechos. El tema es que el discurso de los políticos debe ser ejemplificador, la política es pedagogía pública, y las autoridades deben dar ejemplo de humanidad en las palabras y los actos. Lo que encontramos, por el contrario, es un discurso frío y tecnocrático (aunque técnicamente ineficaz) que sigue al pie de la letra aquel mensaje presidencial con el que se inauguró el discurso popular sobre la emigración: Teníamos un problema y lo hemos resuelto, mensaje de resonancias terribles por muy inconscientes que sean.

Por lo demás, tenemos en España la suerte de contar con al menos dos tipos de racismo, que en lugar de restarse se suman. Pues al que ahora emerge contra el extranjero pobre (del rico nada se dice) se suma el ya histórico contra el emigrante español pobre, el maketo o el charnego, estigma que aún no ha desaparecido y cuya metamorfosis en rechazo al español es evidente. Se da así la paradoja de que no pocos de quienes denuncian el racismo de que son objeto como españoles no tienen reparos en manifestar similares actitudes frente a los extranjeros. Y si el discurso nacionalista tiene dificultades para legitimar su rechazo al español, ¿qué decir cuando se trata de un nigeriano o magrebí? Las ingenuas declaraciones de la esposa del Honorable exhiben ciertamente una opinión extendida. Pero la tarea de la prima donna de Cataluña, como la del consejero Mas o del presidente Pujol, es justamente enviar otro mensaje: ni aquellos eran 'charnegos' ni estos son 'moros', aunque no aprendan catalán, bailen la sardana o les enloquezca la escalibada. Limitarse a constatar el hecho lo puede hacer un científico; pero de un político se espera bastante más. Pues el grado de civilización de un país se muestra siempre en la manera como trata a los más débiles, los niños, las mujeres, los pobres. También a los emigrantes, como bien saben los españoles mayores de 50 años.

El domingo de adviento de 1511, el fraile dominico Antonio Montesinos, indignado contra los abusos de los conquistadores, clamaba en defensa de los indios: '¿Éstos no son hombres? ¿No tienen ánimos racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís?'. Un siglo más tarde, Shakespeare copiaría sus palabras en el más emotivo alegato a favor de la igualdad que se ha escrito tras el sermón de la Montaña de Jesús de Nazaret: '¿No tiene ojos un judío? ¿No tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, pasiones, emociones? ¿No toma el mismo alimento, le hieren las mismas armas, le atacan las mismas enfermedades, se cura por los mismos métodos? ¿No le calienta el mismo estío que a un cristiano? ¿No le enfría el mismo invierno?'. Palabras que, cuando se nos llena el alma de xenofobias, debiéramos meditar, pues no sólo afectan a judíos, indios, gitanos, marroquíes, argelinos o ecuatorianos; también a catalanes, vascos, andaluces o españoles todos. De te fabula narratur.

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