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Una madre en el balcón

Juanma Gárate asiste desde hace años al mismo ritual, preámbulo de cada entrenamiento. Cuando se apresta a irse de casa, su madre se le acerca y le pregunta qué recorrido va a realizar y cuánto tiempo va a pasar hasta que regrese. Cumplido el trámite, Gárate sale a la calle, monta en su bici, mira hacia arriba y se despide de su madre, que, invariablemente, se asoma al balcón para despedirle.

'Si está mi hermana, salen juntas a decirme adiós', revela Gárate, en absoluto ajeno a la preocupación que su profesión infunde a sus allegados. 'Sé que a mi familia no le resulta fácil olvidar los peligros de la carretera que se ciernen sobre los ciclistas, pero no tienen más remedio que aceptarlo', asegura.

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Entrenarse y... salvar la piel

Como los ciclistas, sus familiares se han acostumbrado a separar lo posible de lo impensable, aceptando que, en última instancia, el destino de los que han hecho del ciclismo una profesión está sujeto al azar. Todos reconocen la indefensión de un colectivo sin peso específico en la jerarquía del asfalto, pero casi ninguno cree que sea posible hallar una solución que les conceda la seguridad que reclaman.

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