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Ritos mundanos

Habitualmente, en toda gran novela se comprueba con facilidad lo que la ficción le da a la vida o le añade o, al menos, le devuelve.

Es difícil que una novela no esté atada a la vida, aunque las formas de estarlo sean muy variadas y hasta contradictorias. Probablemente de esa variedad es de donde proviene la multiplicidad de un género que se sostiene como alimento narrativo de la vida, precisamente alimentándola. Un género que ha obtenido con los siglos uno de los mayores patrimonios vitales, hasta el punto de que si por desgracia, y de sopetón, desaparecieran las novelas, se habría esfumado una parte sustancial de la memoria de la vida, de ese trasunto que en lo imaginario hace que la vida se pueda seguir viviendo como experiencia artística.

Se vive leyendo la novela con la intensidad y el placer que sólo irradia el arte. Se vive y se viaja al tiempo que la novela contiene, como si la vida allí creada y recreada lo hubiese eternizado: una vida vivible que acota su propio ámbito y lo hace perdurable.

Lo que la ficción le da a la vida o le añade o devuelve suele ser, a veces, lo que un espejo complejo restituye a nuestra mirada, lo que un recuerdo recompone de lo que existió, entendiendo que la ficción siempre transforma la memoria para hacerla significativa, ya que la ficción se nutre de imaginación y experiencia, y las grandes novelas, las grandes fábulas, buscan su significación delimitando su sentido. No hay fábula inocua que merezca la pena, más allá de su convención y belleza, las grandes fábulas nunca son inocuas. La vida que la novela contiene está más cerca de la convicción de las cosas verdaderas, de la necesidad con que el arte nos hace vivir lo imprescindible y, a veces, también lo imposible.

Acaba de aparecer una novela que me ha permitido vivir un mundo ajeno a mi experiencia y, sin embargo, mucho más imprescindible en mi memoria de lo que pudiera pensar, al menos en lo que ese mundo supone en la memoria histórica a la que mi modesta memoria personal se sumaría.

Me refiero a Romanticismo, de Manuel Longares, una novela que reconstruye, o mejor revitaliza en la complejidad de su espejo, un tiempo que se tiende en la rémora del franquismo hasta el límite de la muerte del dictador, y lo que luego se abrió en un despegue imparable.

Estamos en Madrid, en el cogollo de la capital, en el mundo perfectamente demarcado del barrio de Salamanca. La novela de Longares nos propone una inmersión despiadada y fascinante en ese mundo, nos abre la puerta de un interior urbano que habita una burguesía tan ensimismada como improductiva, que en el franquismo encontró el aval no sólo de su existencia, sino de los ritos que configurarían su identidad, unas formas sociales de vida, de comportamiento, de relación, unos valores de satisfacción y distinción.

El Barrio se convierte en un reducto de limitadas fronteras, el aval imprime esa conciencia de reserva que procrea su propia sublimación, como si de la nada fuese necesario fabricar un espíritu de tribu y época, un sentimiento enaltecedor para alimentar el gusto, expresando en los ritos la exclusividad y la diferencia. Esa burguesía, que marcará la pauta para tantas otras de mentalidad provinciana y parecidos anhelos, se inventa a sí misma desde la invención de sus usos y manías, y propicia el decorado de su petulante existencia.

La endogamia va consolidando el intento y, al fin, el Barrio es el emblema de ese tiempo precario, penoso e inmisericorde, la contrapartida superflua de la fealdad, de la desgracia social, del sufrimiento del extrarradio. En el Barrio se vive con insolencia una realidad narcisista, se vive desde el desprecio o, como poco, el olvido de lo que hay más allá de las vaguadas, desde el estricto pagamiento de sí mismo.

La muerte del dictador trae el desaliento y la intimidación a los herederos de ese mundo que necesita abrirse para no desaparecer, evitando una supervivencia traumática, cuando que el aval ya no existe y los ritos evidencian su caducidad por la vía más penosa: el extremo de la cursilería, del oropel, de un vacuo romanticismo que contamina lo poco que queda, la nada de un pasado aborrecible, cuando llegan la libertad y la democracia.

La novela de Longares es una espléndida muestra de lo que la ficción da a la vida, de cómo sólo desde la ficción es posible vivir en el interior secreto de un barrio que tanto pudo significar en un tiempo crucial de nuestra historia contemporánea. La ficción nos sume en el espejo interior de todo aquello, nos lleva al latido más íntimo e inconfesable de los pobladores de un reducto que ahora podemos percibir como simbólico. Los gestos, las sensaciones, las emociones, la fatuidad, el patrimonio mundano de esos seres, sus hábitos, sus locales, la tienda, la cafetería, la pastelería, lo que comen, lo que dicen, también lo que maldicen y lo que sueñan...

Se emparentaría con esa gran ficción crepuscular europea que tan hondamente habló de un mundo que reflejaba viejas glorias aristocráticas o militares, emblemas de un pasado heroico y sentimental, sólo que en este caso se trata de un mundo sin ninguna grandeza, más cercano a la inocuidad y la degradación.

Longares lo observa desde la ironía, con el talante del cronista que percibe la caricatura que ese interior conlleva, como si el propio apunte de la deformidad fluyera como un apunte del natural. Hay un momento en que un personaje cita confundido El Gatopardo de Lampedusa, y la cita ilustra muy bien la ironía del espejo: 'El gato pardo de la pelusa'.

No es la historia haciendo el recuento, los resultados de una investigación, los datos evaluados de lo que sucedió, es la vida propiamente dicha, la sustancia imaginaria que la recompone con la complejidad del arte, del arte narrativo en este caso.

La realidad urbana sobrevive a los escenarios de la costumbre, y yo suelo pasear con frecuencia por este Barrio del que sabía pocas cosas y del que ahora casi podría asegurar que sé demasiadas.

Luis Mateo Díez es escritor, premio de la Crítica de Narrativa y miembro de la Real Academia Española.

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