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Columna
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El asalto

Me ha vuelto a pasar. Quienes tengan la magnanimidad infinita de leer asiduamente esta columna puede que recuerden el episodio que me tocó vivir en el semáforo del paseo de la Castellana a la altura de Cuzco con un grupo de adolescentes rumanos que abordaban a los vehículos con el famoso cuento de los limpiacristales. Les conté entonces cómo me vi literalmente asaltado por estos modernos cuatreros imberbes, que no dudaron en abrir la puerta del coche y exigirme el dinero mientras empuñaban, amenazantes, el mango del limpia en una mano y la navaja en la otra. También les relaté cómo, a duras penas, pude deshacerme de ellos sacándoles a empujones mientras pisaba el acelerador.

Aquel día llamé al 091 y el propio agente de la centralita me dio a entender que estaban hartos de recibir denuncias por los asaltos en ese mismo semáforo. Está claro que la mía sólo contribuyó a incrementar un poco más su hastío porque en el mismo sitio y casi a la misma hora han caído de nuevo sobre mí. Ni por un momento piensen que se amparan en la oscuridad ni que actúan de tapadillo. Todo ocurre en plena luz del día y con un descaro ciertamente pasmoso. Eran las dos y veinte minutos de la tarde del miércoles pasado cuando, circulando por la Castellana en sentido sur, tuve la desgracia de quedar secuestrado por el semáforo en rojo de la plaza de Cuzco. Los coches que ocupan la primera línea del paso de peatones tienen posibilidades de escapar porque, aun a malas, pueden forzar la maniobra y darse a la fuga procurando no colisionar con los que cruzan. El problema es para los situados en posiciones posteriores, ya que no tienen forma alguna de escapar en caso de emergencia. En esa situación, con tres coches por delante, quedaba yo cuando aún en marcha observé la presencia de seis muchachos rumanos. Brujuleaban entre los automóviles sin ofrecer servicio alguno, sólo miraban con desparpajo si había algo o alguien en su interior que les pudiera interesar. Reduje de inmediato la marcha con la intención de dejar el mayor espacio posible y tener un margen mínimo de movilidad si venían a por mí. Esta vez, pensé, no me pillarían desprevenido. Comprobé que los seguros de cierre estaban echados y comencé a hacer señales con la mano al vehículo inmediatamente posterior para que no se pegara a la trasera del mío. Enseguida llegó el más avanzado de los chicos encelándose al momento con la chaqueta que dejé en el asiento de al lado, presentándose ante sus ojos como un suculento botín.

Lo primero que hizo fue echar mano al cierre de la puerta, y no me pregunten cómo se las arregló, pero lo cierto es que logró hacer saltar el mecanismo de seguridad. No le di tiempo a que abriera. Metí primera y avancé bruscamente hacia adelante los ocho o nueve metros que tenía de margen hasta el vehículo anterior. Los seis chavales corrieron tras mi coche consiguiendo tres de ellos asir la puerta del conductor, la del acompañante y una de las traseras. Llegaron a entornar dos de ellas, pero no tuvieron oportunidad de alcanzar el interior. Esta vez marcha atrás, di un nuevo acelerón que les descolgó de su presa. Dos veces más tuve que repetir la maniobra hasta ver el semáforo abierto y conseguir zafarme de los asaltantes. No cuento el episodio por darles un cursillo de supervivencia en los semáforos ni por el placer de abundar en una batallita; lo hago porque no creo tener un especial poder de atracción para los rateros y deduzco, en consecuencia, que si a mí me han asaltado dos veces en poco tiempo, serán multitud los ciudadanos que pasaron por parecida experiencia.

No puedo entender, por tanto, por qué los responsables de seguridad consienten esta situación en puntos bien localizados como Cuzco, donde su intensidad es sencillamente escandalosa. Tampoco es fácil entender la dejadez de las autoridades con los menores que delinquen. La ausencia de un tratamiento legal y social mínimamente eficaz les permite moverse en la más absoluta impunidad estimulando su carrera delictiva. Nacionales o extranjeras, cientos de bandas de mocosos campan por sus respetos por las calles de Madrid, conscientes de que, hagan la fechoría que hagan, ni siquiera les regañan. Ciertas mafias de adultos los utilizan aprovechando su minoría de edad. Son niños, pero pueden ser más peligrosos que los mayores.

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