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Columna
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Junior

El primer acto que cometió aquel engendro fue marcar su territorio: levantó una pata y derramó sus orines sobre el planeta. Una lluvia de amoniaco, ácido úrico y glucosa podrida salpicó modelos de pasarela, nobles calvicies, gorras de plato con laureles de mariscal, emperejilados estadista, harapos de pordiosero y algunas conciencias. Pero el sistema excretor del engendro aún soportó en su vejiga todo un arsenal de uranio enriquecido, que vertió finalmente en las cercanías de Bagdad. Por su uretra abastecida de miseria fluyó una lluvia de misiles con destino a la pieza mayor. Había que destripar las aguas del Tigris y algunas criaturas inocentes, con la vida apenas a flor de piel, para recordarle a la humanidad quién era el amo.

Un alto funcionario francés que paseaba por los Campos Elíseos al advertir el húmedo y pringoso meteoro sobre sus guantes de cabritilla, los olfateó y murmuró, con un gesto de aversión: No cabe duda, es el cachorro que desprende el mismo rastro de matarife que desprendía su padre. Pero qué peste se nos ha echado encima. En Roma, un as oro del ciclismo, levantó fugazmente la vista y gritó: So puerco, ¿otra vez? El gentleman que salía de un victoriano edificio de Downing Street, impasible y muy tieso, se limitó a abrir su paraguas, sin hacer el más leve comentario, y emprendió su camino. Mientras, en nuestro ibérico pellejo de cabestro, carrera de san Jerónimo arriba, un señor menguado, disimuló una sonrisa circunstancial, y murmuró: También tienen derecho a hacer sus cositas.

Al otro lado del océano, el engendro se ufanó de la hazaña compartida con el pariente supuestamente laborista, que predica esa tercera vía a la fosa del paisano anónimo, y anunció que se orinaría sobre el planeta, cuantas veces le viniera en ganas. ¿No te lo dije, querido primo? Y sin rechistar: algunas tímidas protestas, mucha sumisión y más reverencias. Marcar el territorio es una rutina y una estrategia económica. Ahora, Bagdad es nuestro bacín. Tan sólo unas pocas conciencias se pusieron el chubasquero y levantaron sus voces, hasta que se disolvieron en aquella extensa charca de orines corrompidos.

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