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Columna
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Superdotados

Uno de cada veinte madrileños es un superdotado. Y de los restantes, el más tonto hace relojes.

En esas estábamos y lo ratifica el portal madridiario.es en una entrevista al presidente de la Asociación de Superdotados, que confirma la mayor: un superdotado por veinte listos se da en Madrid. Lo otro, el turno de consolación según el cual el más tonto hace relojes, es consuetudinario.

Las declaraciones del presidente retrotraen traumáticas peripecias de la vida colegial. Dice el presidente que muchos chicos superdotados tienen enormes dificultades, pues no les comprenden los compañeros de clase, los profesores aún menos y hasta llegan a considerarlos deficientes mentales.

Es exactamente el caso de un servidor, sin ir más lejos. A un servidor tampoco le entendían los profesores, los colegas consideraban surrealistas sus opiniones y ambos colectivos coincidían en afirmar que estaba como una regadera. Lo que fuerza a deducir que aquí, el menda, era un superdotado.

Y siendo un superdotado le tomaban por gilipollas; lo que es la vida.

Un servidor rara vez sabía lo que el profesor le preguntaba, o el profesor rara vez aceptaba los perplejos barruntos con los que respondía a sus preguntas. Y, lejos de considerar que a lo mejor estaba delante de un superdotado, el profesor le ponía un cero, lo relegaba al pelotón de los torpes, llamaba a su madre para advertirle de que podían expulsarlo por burro, naturalmente le daba un disgusto de muerte y, con esas, se sentía harto realizado.

Burro -vislumbraba un servidor- debió de ser aquel claustro de profesores, en su mayoría curas de sotana y tonsura, versados en la nada e incapaces de captar la supereminencia que les había caído en suerte y entender las sofisticaciones evolutivas de su cerebro privilegiado.

Bronca monumental se armó cuando encontraron un cuadernito que servidor perdió jugando al fútbol, donde llevaba anotadas las signaturas de una serie de libros que escandalizaron al cura prefecto. Congregó en la capilla al alumnado, bramó desde el púlpito contra los escritores blasfemos, dijo mintiendo descaradamente que aquellas obras estaban en el Índice y montó un triduo de desagravio a la Virgen. La verdad es que el cura prefecto aquel estaba orate.

Todo empezó por una chocante evolución en el ejercicio novilleril. Al principio, servidor hacía novillos para ir al Retiro a ligar, como todo el mundo. Pero dado que no ligaba y encima hacía frío, decidió ir a la Biblioteca Nacional (un caso de subnormalidad, efectivamente, eso de hacer novillos para ir a la Biblioteca Nacional). Y, ya que estaba, leyó allí entero el Cossío (tratado taurómaco por excelencia), novelas algunas, teatro a barullo, y prácticamente la obra completa de Enrique Jardiel Poncela.

Por una de esas grotescas piruetas que genera la memoria cuando se rinde a la fantasía, son las cuitas del presidente de la asociación de superdotados lo que le ha traído a un servidor la nostalgia de Enrique Jardiel Poncela, cuyo centenario se celebra este año. Nostalgia de su Eloísa está debajo de un almendro que reponen en el teatro Español, y, no menos, Angelina o el honor de un brigadier, Una noche de primavera sin sueño, Usted tiene ojos de mujer fatal, Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Los ladrones somos gente honrada, títulos por supuesto desconocidos del Índice, que figuraban en el cuadernito motivo de la bronca con las correspondientes signaturas de la Biblioteca Nacional. Quizá quepa añadir que, además de las obras, constituían una gozada sus prólogos, en los que Jardiel relataba su génesis, desarrollo y puesta en escena, con la gracia y el estilo que lo convirtieron en el creador del humorismo contemporáneo. Y en novela, Te espero en Siberia vida mía, Amor se escribe sin hache, aquella delirante La tourné de Dios, o ¿Pero hubo alguna vez 11.000 vírgenes?, que es buena pregunta.

Esas inocentes lecturas contribuyeron a decretar la marginalidad de quien suscribe, condenado a la hez. Lo apunta asimismo el dilecto presidente de los superdotados: que no tienen éxito, van de mediocres, se la pasan haciéndose preguntas (por la duda metódica, seguramente), no dan pie con bola, son un desastre, a veces los tomen por tontos de capirote y sufren los rigores de la incomprensión. En fin, qué nos va a contar que no sepamos. Francamente: para ese viaje, un servidor preferiría hacer relojes

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