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Entrevista:AGUSTÍ FERNÁNDEZ | AMIGOS Y VECINOS

'Me considero un superviviente de la música'

Pregunta. No es la mejor manera de iniciar la conversación, pero tengo que decirte que nunca le he visto la gracia a Alessandro Baricco.

Respuesta. Tampoco creas que soy un gran admirador de su obra. De hecho, el libro que ha inspirado Novecento. El pianista de l'oceà estuvo rondando durante meses por mi casa hasta que me decidí a leerlo. Si estoy en este montaje es porque me parece correcto y porque puestos a pasarse un mes, o más tiempo, con alguien en un escenario, Jordi Bosch es una de las mejores personas para hacerlo. Pero no soy el más adecuado para hablar de teatro. Voy muy poco, y casi siempre a ver espectáculos de danza. De hecho, lo que más gracia me hace de mi personaje en la función del Poliorama es que hace años fui pianista en un barco. Pianista de crucero, de esos que tocan por la tarde para las señoras que toman el té y por la noche para los que se resisten a irse a dormir.

P. Una de tus múltiples facetas musicales, según creo.

R. He hecho de todo en este oficio y no me importa reconocerlo. Y si vienen mal dadas y hay que volver a los cruceros, no se me caerán los anillos. Me considero un superviviente de la música, alguien que ha hecho un montón de cosas distintas y ha tocado palos muy diferentes. Pero lo importante es que desde que quedé fascinado por el piano a los cuatro años, siempre he podido ganarme la vida con la música. A los 12 años ya tocaba profesionalmente, y a los 15 me pateé toda España con Lorenzo Santamaría. En Mallorca, de donde soy, muchas veces tuve que tocar el piano en un club y luego salir a la calle a tomarme un refresco, pues era menor de edad y la ley me permitía trabajar, pero no quedarme en el lugar de trabajo.

P. ¿A tu familia le parecía bien que su chaval anduviera perdido por la Península a tan corta edad?

R. Supongo que entendieron que era mi vocación. Mi padre, que trabajaba de maître en un hotel, no opuso especial resistencia. Ya había conocido a mi profesor de piano, que era un personaje bastante especial al que le debo mucho. Se llamaba Miquel Segura y era un xuetó asaz ecléctico que de día impartía lecciones de piano y de noche tocaba en el club Tagomago y demás tugurios de la plaza de Gomila.

P. El jazz ha sido una presencia constante en tu vida.

R. Y muchas otras músicas. Mis discos, que funcionan mejor fuera de España, suelen considerarse discos de jazz... Aunque yo haya derivado bastante hacia la improvisación. O haya grabado un disco de canciones como el que hice con Carme Canela, a la que considero una gran artista. Su problema, y el mío, y el de mucha otra gente, es que la industria musical no sabe muy bien qué hacer con nosotros.

P. Entre tus muchos picoteos musicales, recuerdo con agrado tu paso por el mundo de la rumba.

R. Había llegado a Barcelona a finales de la década de 1970, de paso hacia Holanda, donde, en teoría, me esperaba un estupendo trabajo de pianista en un club de jazz. Me había ido de Palma, despedido de mi familia y amigos, y creía que pronto llegaría a Holanda. Me equivoqué. El trabajo nunca se materializó y me quedé aquí colgado, lo que no lamento. Fue una época muy estimulante, y conocí a Gato Pérez, me convertí en su pianista varias veces...

P. ¿Varias veces?

R. Bueno, una de las especialidades de Gato era disolver la banda, echar a todo el mundo a patadas y, al cabo de unas semanas, volver a reunirlos a todos menos a uno: había sido una maniobra distractiva para deshacerse de alguien. Era un tipo estupendo y un gran poeta.

P. No acabaron ahí tus asuntos rumberos.

R. Qué va, luego trabajé con Peret. Hicimos una gira larguísima por Suramérica, rica en todo tipo de historias chuscas o subidas de tono que prefiero no explicarte. Al regreso de esa gira fue cuando Peret vio la luz, se cruzó con Jesucristo y abrazó la fe evangélica.

P. Dices que tus discos funcionan mejor fuera que en tu propio país. ¿Eso no te ha hecho pensar en cambiar de residencia?

R. Lo consideré. Hace unos 15 años, viendo que tenía algunos contactos en Nueva York, que se me respetaba bastante y que la ciudad me gustaba pensé en quedarme a vivir allí. Pero no lo hice. La perspectiva de volver a vivir a salto de mata a los 30 años, cosa que ya había hecho a los 20 en Barcelona, no me parecía estimulante. Además, y no lo digo para disculparme, hoy día tal vez no son tan necesarios los centros urbanos para disfrutar a fondo de lo tuyo. Puedes trabajar en Barcelona y construir una red de intereses comunes con gente que vive en Nueva York, en Berlín o en Tokio, que es lo que me ha pasado.

P. De todos modos, Nueva York es un lugar muy agradable.

R. Para nosotros. A mi hijo, por ejemplo, le importa un rábano Nueva York. Tiene 21 años, estudia robótica en Toulouse y sueña con ir a Japón. Aprende japonés por su cuenta y, de momento, ya ha conseguido descifrar los caracteres.

P. Puede que sea más sencillo que descifrar una gran parte de la llamada música contemporánea, en la que también se te puede incluir.

R. A varios niveles. Como músico y como director del Festival de Músicas Contemporáneas de Barcelona. Es curioso estar a los dos lados de la mesa, por así decirlo. Mi festival ideal, que aún no me puedo permitir, sería el que se ofreció a sí misma Pina Bausch en Wuppertal, hace unos años: seleccionó obras y personas que le interesaban, aunque no tuvieran gran cosa que ver unas con otras, y las convirtió en un festival... Entiendo esa postura porque yo la he convertido en una práctica vital: el chaval que tocaba en clubes de Palma antes de los chistes de Xesc Forteza es la misma persona que fundó el grupo de rock Los Shock, se lanzó a la carretera con Lorenzo Santamaría, animó las veladas de los ociosos embarcados o fue alumno de Xenakis, con quien aprendí muchas cosas y cuya muerte lamenté hace unas semanas... Es lo que te decía antes: he conseguido llegar hasta aquí haciendo lo que me gusta.

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