Neuroteología
Tenía que ocurrir. Dentro de la escalada de sorpresas, sobresaltos y perplejidades que están caracterizando el nuevo siglo, hasta resulta previsible que alguien consiguiera la imposible hazaña que ha traído de cabeza a la humanidad desde el origen del tiempo: localizar a Dios.
Hace unos días, el muy serio diario Le Monde titulaba en su primera página: 'Dos investigadores buscan a Dios en el cerebro humano'. El diario resumía una información de Newsweek del 5 de febrero pasado, según la cual dos profesores norteamericanos habían detectado alteraciones en el cerebro en una porción significtiva de individuos que rezaban, meditaban o experimentaban estados místicos. El escáner y las mediciones, durante dos años, de las neuronas de un puñado de monjes budistas y de unas monjas franciscanas no dejaba lugar a dudas: la experiencia de Dios existe, puede medirse y deja su huella en los lóbulos parietales superiores izquierdo y derecho, que es donde se aloja, al parecer, la capacidad de distinguirse de los demás y del entorno. En estados de meditación o plegaria, esa capacidad cerebral de los budistas y las monjas católicas quedaba dormida, mientras ellos experimentaban la sensación de plenitud o comunión espiritual con la humanidad y el universo asociados a las manifestaciones divinas. Dios, pues, estaba ahí mismo, dispuesto a ser medido y detectado por los más sofisticados aparatos. ¡La ciencia capturaba por fin a la religión!
Acababa de nacer la ciencia más imposible de todas las que hayan podido imaginarse hasta el siglo XXI: la neuroteología. Éste ha sido el nombre que el neurofisiólogo de 33 años Andrew Newberg y el psiquiatra y antropólogo de las religiones Eugene d'Aquili, investigadores de la Universidad de Pensilvania, han dado a esa ciencia que investiga qué hace Dios en las neuronas y en los genes. Y lo que estos investigadores pretenden demostrar, nada menos, es que 'el cerebro humano ha sido concebido genéticamente para favorecer las creencias religiosas'. Lo cual, según ellos, explicaría que, después de dos siglos de una modernidad que decretó la muerte de Dios, los seres humanos no han dejado de buscarle en religiones, sectas o sucedáneos de todo tipo. Claro que esta circunstancia ya la advirtió Chesterton, quien -se dio cuenta de casi todo- dejó escrito hace mucho: 'Después de la muerte de Dios, lo que ocurre es que los hombres creen en cualquier cosa'.
Estos dos norteamericanos explican ampliamente sus teorías en un libro que está a punto de salir en Estados Unidos y que han titulado Por qué Dios no desaparecerá. Queda por saber si la alteración del cerebro es la causa o el resultado de las experiencias religiosas y, por supuesto, cómo se ha programado el cerebro o, lo que es lo mismo, cómo es que Dios ha llegado a los genes y a las neuronas. Es decir, que lo más importante todavía se ignora. Parece claro que los diversos efectos de las creencias religiosas están a la vista desde hace mucho tiempo, pero lo que sigue sin saberse es cómo Dios se ha introducido en el cerebro. Los dos estadounidenses sostienen que el cerebro está programado para ayudar a la humanidad a sobrevivir en un mundo cruel y dar sentido a la existencia.
Desde el escepticismo cultural mediterráneo resulta complicado tomar en serio estos intentos de entender lo inexplicable. He visto sonreír, con más o menos benevolencia, a todos los que he comentado esta historia. Visto desde esta vieja orilla del planeta es como si, una vez más, la ciencia intentara encerrar el mar en un dedal. Pero esta vez, con los modos y modas de esta nueva época en la que la idea de que todo es genético puede dar paso a mayores locuras. En España, aún estamos lejos de haber entrado en esa dinámica, pero ya se advierten síntomas preocupantes: ser esclavos de nuestros genes, a fin de cuentas, no es otra cosa que repetir la historia del destino fatal, del todo está escrito y no hay nada que hacer. O sea, una nueva forma de plantearse la inconveniencia y la incomodidad de la libertad.
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