Los libertinos
Para empezar, no son amistades las que indica el título y enredan la obra, sino relaciones, con el vocablo francés más audaz y expresivo, liasons. Para seguir, la novela epistolar de finales del XVIII no se centra en un personaje seductor como en esta obra, sino en el juego de los dos amantes imaginativos y perniciosos, Madame De Merteuil y el vizconde Valmont. Y aún se puede seguir que la riqueza de caracteres, de reflexiones y de filosofías que contiene la novela, y la confesión de cada personaje expresada por sus cartas de confesión no caben en una obra de teatro, aunque tenga dos horas y media. Coinciden, en cambio, las advertencias morales que hacen el autor y los supuestos editores de la obra original con las que da Ernesto Caballero: éste es un espejo oscuro donde han de verse los vicios que hay que evitar, esto es, una muestra de la sociedad libertina, desordenada y podrida del siglo. Caballero va a más: aprovechando unos decorados sólidos, cristalinos, que suben y bajan de los telares, los convierte al final en guillotinas iluminadas de un rojo sangre, mientras una de las voces de escena dice que están en el año 1789 y no saben lo que va a ocurrir en él. Pero nosotros sabemos que la Revolución Francesa va a costar todas esas cabezas, y el autor Christopher Hampón lo ve venir con gran regocijo. Para mí, las piadosas notas de las primeras ediciones, los manejos punitivos de Hampón y las moralidades de Ernesto Caballero en el programa son la forma de mostrar un cierto erotismo escénico -incluso se añade algún desnudo femenino, tan agradables, hasta que las modificaciones genéticas y sociales hagan su nuevo trabajo, para los más antiguos del patio de butacas-: como se hacía antes. En fin, así fue también San Agustín, y el San Juan de la Cruz, y el Fray Luis de León del Cantar de los cantares: buscadores de pretextos.
Creo que no debe confundirse la novela con la obra: son sus creadores actuales los que aprovechan título y apellidos de personajes. Ésta es otra cuestión: un seductor, un donjuán sin el aire infernal del nuestro, o del de Byron o Mozart, sino hipócrita, cortesano y tramposo, el que seduce a una muchacha que ha salido del convento -qué prestigio tienen para el donjuanismo estas colegialas puras: ya no quedan-, a una dama profundamente religiosa; de paso, entre putillas y criadas. Este personaje -Tony Cantó- lo comenta con su antigua amante -Amparo Larrañaga- y le da pruebas de lo que hizo con la colegiala -Inge Martín-, aunque también se nos muestran algunas escenas más explícitas, y con Mme. la Presidenta -Maribel Verdú-. El libertino lo pasa evidentemente bien, y la señora y la señorita, mucho mejor, según sus confesiones, aunque luego vengan los castigos morales: el encierro en el convento, la muerte de pena. Y en la versión teatral, la sombra de la guillotina.
Dura dos horas y media. A personas como a mí se nos hace largo y un poco fastidioso por el injusto recuerdo de la novela, que es un clásico permanente desde hace dos siglos, y por sus reiteraciones. No así al público -hablo del estreno oficial, de invitados-, que ovacionó, gritó bravos, y las mujeres emitieron sus extraños aullidos agudos y guturales de entusiasmo ante el trabajo de sus amigos. Benditas sean.