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Platón en diez lecciones

Políticos, pedagogos y padres de familia, lo intentan, pero no salen del atolladero. Por supuesto, los planes de enseñanza no son piedra berroqueña, sino materia maleable sujeta a frecuentes y a menudo imprevistas modulaciones. En comparación con épocas pretéritas, el qué, el cómo y el cuándo son puro vértigo. Y no es que el cambio esté siempre condicionado por unas ciencias en perpetua evolución. Los planes de enseñanza seguirían siendo motivo de polémica y de variaciones, aunque se decretara una tregua en la adición de conocimientos. Hay cosas que son así, interminables. ¿Cuántos planes no habrá conocido este siglo para el mejor desarrollo mental, psicológico y corporal de la infancia? ¿Cuántos bachilleratos? Y uno se pregunta si estos cambios han sido siempre para mejor y se contesta que no. Yo estudié un bachillerato que ponía mucho el acento en la memoria, más tarde tan desacreditada. Seguro que había excesos tales como la lista de los reyes godos. Con todo, al parecer existía la idea sensata de que memorizar no da saber, pero sí información. Y sin ésta, no hay aquél.

Bien es cierto que en sociedades secularmente en estado sólido, el qué, el cómo y el cuándo se alzaban como farallones inaccesibles a cualquier intentona. Estábamos en el siglo XVIII, el de las luces, y todavía en la universidad de Salamanca el sol cortejaba a la tierra, dando vueltas en torno a la misma. Así lo exigía el orden universal diseñado por Dios, por más que Copérnico y Galileo hubieran osado decir que nones. Pero qué digo. En la América profunda aún hay estados que se oponen (o se oponían hasta hace muy poco, le he perdido la pista a este asunto) a las blasfemas teorías de Darwin. La evolución es un concepto sacrílego y entre los trogloditas ya existía el tipo Di Carpio y su equivalente femenino, por más chocante que resulte esta idea.

En las sociedades efervescentes de hoy, en las atrapadas de domingo a domingo, el qué, el cómo y el cuándo son los ingredientes de un cóctel monótono a fuer de variable. Pues, en nuestros días, hay que añadir también el cuánto y el a quién enseñar. En lo que atañe a esto último, no faltan las almas generosas que defienden a golpe de libro o de artículo la igualdad de todas las mentes en su estadio de tabula rasa. Un mínimo estímulo producido en la infancia basta para que un futuro Aristóteles se quede en peón de albañil.

Mientras tanto, vamos a suponer que sin intervención de la biotecnología y en una sociedad sin clases y sin gobierno, 'el hombre medio se elevará a la altura de un Aristóteles, de un Goethe, de un Marx', según escribió Trotsky, quien había leído a Condorcet. Y que 'sobre esas cumbres se alzarán otras más altas'. (Caray, no. Dios nos libre de tan funesta utopía. ¿Una sociedad de intelectuales? Virgencita, que me quede como estoy). Como eso tardará en llegar, si llega, deberíamos poner el acento, en primer lugar, en qué entendemos por cultura y en cómo se transmite y en si ésta es ampliamente transmisible. Mi lamentable opinión es que la cultura, la alta cultura, tiene el terreno más acotado que nunca y que nos daríamos con un canto en los dientes si la sociedad de la mescolanza y el parcheo no estrechara más el cerco. (Leemos a menudo que hoy disponemos de la mejor materia prima de nuestra historia, pero eso es confundir cultura con datos y con el manejo de las máquinas de datos).

Mientras la basura artístico-cultural lo inunde todo, no florecerá entre las gentes la sensibilidad y el buen gusto. Que los chicos aprendan bien la Constitución y comportamiento cívico, que, por supuesto, debe incluir el respeto al medio ambiente. Que lean y escriban razonablemente. Lo demás, ciencia. Sonará herético, pues también me suena a mí y tal vez mañana haya cambiado de opinión, para volver a cambiar pasado mañana. Pero consciente de que sigo la estela de individuos que lo tenían más claro y que se llamaban, por ejemplo, David Hume. Al chico se le estropea ya en la escuela. Si el buen gusto alterna con el malo, se impone este último. Es la ley de Greshman, que este economista inglés del siglo XVI aplicó a la economía: 'El dinero malo desplaza de la circulación al bueno. Si en el mercado circulan monedas de oro, plata y cobre, las deudas tienden a pagarse en cobre o, en su defecto, en plata'. Este enunciado es válido también para la cultura, según escribió hace unas décadas Dwight Mc Donald: 'El mal arte expulsa de la circulación al bueno'.

Se comprende. Un señor vacila entre un libro de Kundera, irse al cine o quedarse ante la televisión con Tómbola o similares, que los hay. Esa guerra la tiene ganada Tómbola. Lo bueno se resiste a ser absorbido, exige un esfuerzo; y lo exigiría así si se hubiera culminado con éxito el mejor de los planes posibles de estudio. En realidad, la alta cultura se rinde a la embestida de los productos de alcantarilla. Bernstein hacía que Beethoven sonara como Chaikovski, que es más facilón y sentimentaloide. Y como dijo Van den Haag, la Divina Comedia, escrita hoy, se titularía Florencia sentimental.

Platón en diez lecciones. No puedo pensar en ejemplo más fulminante, excepto, acaso, el Quijote llevado al cine. Si las vacas son herbívoras no me las hagan caníbales, y si el Quijote apenas cabe en una novela, no me lo trapicheen para embutirlo en un continente menor. Platón en diez lecciones. La hazaña la llevó a cabo sin miramientos un diario neoyorquino de cuyo nombre no estoy seguro (Pero no era el New York Times). O sea, Platón convertido en papilla digerible, capítulo a capítulo durante diez días. Dotar de alas a la tontería media. ¿Esto es el famoso Platón? Pues vaya chorrada, pensarían tantos lectores; y saldrían reforzadas la suficiencia y la agresividad de la ignorancia.

En siglos antiguos, las élites tenían su alta cultura, sin entenderla. Los más o menos siervos de la gleba, magníficas canciones y bailes y un romancero espléndido. Pero ambas artes, el culto y el folk, no se mezclaban; no existía un mercado corruptor que hace inútil todo intento de elevar la sensibilidad general. De modo que cualquier plan de enseñanza humanística vale porque los frutos serán igualmente pésimos. Fred Mercury canta con Montserrat Caballé para mayor estímulo del papanatismo y la vulgaridad.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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