Cuando hay movimiento, todo se cura
Una profesora sevillana deja la danza para enseñar a bailar a personas con distintos grados de minusvalía psíquica
Siempre se ha dicho que la música amansa las fieras pero, la danza, ¿para qué sirve? En el Monasterio de San Isidoro del Campo, en Santiponce, catorce personas con distintos grados de minusvalía psíquica se reúnen cada mañana para bailar.
No les importa qué; aunque a todas les apasiona el flamenco. Pero también se atreven con la rumba, las sevillanas y la danza española. La Asociación Paz y Bien ha contratado a Esperanza Suero, titulada en danza clásica española, y bailarina profesional, para que ponga en marcha un Taller de Danzaterapia.
Entre las 9.00 y las 13.00 horas, Esperanza reúne a Manuel, Coque, Luisa, Macarena, Enrique... e inicia la difícil tarea de enseñarles a moverse: brazos y piernas primero, luego a coordinar movimientos; a aceptarse y a convivir consigo mismo y con el grupo, después; también a relajarse. 'No cambiaría esta experiencia por nada del mundo', afirma, rotunda, Esperanza. Ella, que ha bailado ante los reyes de España, Jordania y Marruecos, delante de Juan Pablo II, y en películas como Sevillanas o Montoyas y Tarantos de Carlos Saura, ha renunciado con gusto a la fama, 'aunque, a veces', dice, 'echo de menos el escenario'. Y todo por un proyecto del que ignora el futuro, pero que, asegura, le ha atrapado.
Para esta sevillana de 28 años, que ha tenido que vencer y convencer al entorno familiar y social -'en especial a mi madre, que estaba empeñada en que siguiera bailando'- la danzaterapia es mucho más que un trabajo. 'Llevamos poco tiempo juntos pero somos, ya, como una gran familia', recuerda al referirse a su alumnado. Unos alumnos y alumnas que viven fuera del tiempo y en estado puro. Tienen entre 19 y 37 años. 'Lo que les gusta lo hacen y punto; y de nada sirve intentar imponerles un paso, un movimiento o un gesto. Ellos sólo se entregan a lo que sienten', explica.
En cuanto suena la música el aula de danzaterapia se transforma. Ellas y ellos, que tienen dificultades para pronunciar tres palabras seguidas, son ahora diligentes y se ponen en movimiento. Al compás de las notas, sonríen, se mueven con soltura, interpretan una coreografía, se coordinan por parejas, se enlazan y, siguiendo las pautas que les va marcando la profesora, se convierten en bailarines duchos y protagonistas. 'La danza sólo les aporta beneficios. Les ayuda a desinhibirse y a comunicarse mejor; a desarrollar la expresividad verbal, a superar la timidez... Aunque lo principal es que, de pronto, se sienten importantes y útiles', afirma, sin dudarlo, esta profesora que aún, para matar el gusanillo del baile, se apunta a cursos o imparte clases particulares.
Mientras tanto, los alumnos de Esperanza se creen tanto su papel que no les importa hacer sacrificios. Algunos se han puesto a régimen para perder peso y verse más guapos en el espejo. Su autoestima, no cabe duda, ha aumentado. También sonríen más y les cuesta menos salir de ese aislamiento en el que, generalmente, viven envueltas estas personas. Nadie les obliga a ir a estas clases, pero jamás se las pierden. 'Puede que aquí se sientan más libres', aventura Esperanza.
Y lo dice ella. Ella que tuvo que pasar por la amarga experiencia de descubrir que a las madres de las niñas que acudían a sus clases particulares les molestaba que entre las alumnas hubiese una niña con el síndrome de Down. Reflexionó y quiso creer que en las personas con minusvalías psíquicas la danza podía hacer milagros. Ahora está comprobándolo; no duda de que es así.
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