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Crítica:CRÍTICA | CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El tiempo pasa

Tempus fugit. También para la voz de Barbara Hendricks, que ha sufrido cambios importantes. Antes, el instrumento tenía esmalte, aunque la potencia no fuera excesiva. Ahora se ha ensanchado y el volumen está más crecido, pero su timbre ha perdido una considerable cantidad de belleza, especialmente en la zona aguda. Los resonadores parecen quedarse cortos y los sonidos se distorsionan. En la parte del recital dedicada a Brahms, sobre todo, hubo una penosa impresión de voz prematuramente envejecida. Barbara Hendricks tiene cincuenta y dos años: no debería, en principio, percibirse un declive tan acentuado.

Sin embargo, antes y ahora, la soprano de Arkansas dice bien las cosas. Ahora, incluso, más que antes. Con Hugo Wolf consiguió hechizar al público a pesar de las distorsiones, que seguían produciéndose en el fortissimo. Pero los registros expresivos, bastante limitados en Brahms, se multiplicaron notablemente. Y, más aún que eso: consiguió encontrar un terreno donde el canto se funde con el habla, y la música adquiere entonces la ondulación libre de la palabra, manteniendo, a la vez, el ornato melódico y el impulso del ritmo. Todos los Lieder de Goethe y los de Mörike resultaron magistrales, aunque sobresalieron especialmente el Nur wer die Sehnsucht kennt (Sólo quien conoce el anhelo) y la tremenda Kennst du das Land, wo die Zitronen blühn (¿Conoces la tierra donde florece el limonero?).

II Ciclo de Lied

Barbara Hendricks, soprano. Steffan Scheja, piano. Obras de Brahms, Wolf, Poulenc y R. Strauss. Palau de la Música. Valencia, 10 de Febrero.

Luego vino Poulenc, y se perdió de nuevo el hilo. Hubiera hecho falta una voz más ligera y cristalina, por no hablar del piano. Volvió a encontrarlo con el Strauss del op. 27: sólo Cäcilie dejó oír los defectos de la voz. En los otros tres se produjo otra vez el embrujamiento de los oyentes, absolutamente seducidos por una sabiduría y una expresividad intensas.

Oyentes que aplaudieron a rabiar, claro. Y hubo regalos. Muchos: la Chanson triste, de Henri Duparc, la Chanson espagnole, de Leo Delibes, y el Ave Maria de Schubert, donde consiguió unir la tradición centroeuropea con cierto idiomatismo negroamericano, que enlazó a la perfección con el último de los bises.

El público se hizo un auténtico lío con los programas de mano, cuyas páginas, grapadas en desorden, no permitían seguir el texto de forma sensata. El color gris claro de la tipografía, además, dificulta la lectura con luces tenues. Tampoco se entiende que carezcan de notas. ¿Acaso el oyente de la sala Rodrigo no merece las mismas atenciones que el de la Iturbi?

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