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CUENTA ATRÁS

La detención del anarquista Puig Antich y el relato por su hermana Imma de las últimas horas de su vida

Francesc Escribano

'Cuenta atrás. La historia de Salvador Puig Antich'.

PenínsulaAquel inspector joven no era como los demás. Su cara pecosa le hacía parecer aún más joven de lo que era; se llamaba Francisco Anguas, tenía 24 años y estaba a punto de casarse. Se había hecho policía por tradición familiar, su padre era guardia civil, pero sus inquietudes lo hacían distanciarse del resto de sus compañeros. Los que lo conocieron recuerdan que le gustaba mucho el cine, hablaba de ello muy a menudo y solía leer libros especializados. Durante aquellos días, mientras vigilaba a Marian, había empezado la lectura de uno sobre la filmografía de Luis Buñuel.

Salvador y los demás compañeros que aún estaban en libertad intentaron reaccionar ante la cadena de detenciones. Desconocían lo que sabía la policía. Confiaban en que sus compañeros no les habrían facilitado ninguna información, pero no podían estar seguros. Sabían que los interrogatorios eran muy duros y, por tanto, se vieron forzados a cambiar de estrategia. Continuaron en Barcelona ignorando si las direcciones de los pisos estaban en manos de la policía; era demasiado arriesgado. Decidieron trasladarse a Toulouse. Empezarían por la persona que pensaban corría más peligro, ya que no vivía en la clandestinidad: Santi Soler Amigó.

Cuenta atrás

Francesc Escribano La historia de Salvador Puig Antich. Península

El plan para su salida preveía concertar dos citas en dos lugares diferentes. Era una práctica habitual que se hacía para tener una segunda oportunidad si surgían problemas o se detectaba presencia policial en el primer encuentro. La fecha fijada era el martes día 25 de septiembre. A la primera cita debía ir Nicole Autremont, una de las chicas que acompañaba al grupo; se tenía que encontrar con ella a media mañana en la estación de Francia. Si fallaba este encuentro tendría una segunda oportunidad a las seis de la tarde en el Bar Funicular de la calle Girona. La persona de contacto para esta segunda cita era Xavier Garriga.

La policía, que ya estaba sobre la pista de Santi Soler, hacía días que tenía vigilado el piso donde vivía en Barcelona. Según los informes que había elaborado, Santi Soler era 'un individuo muy peligroso, dada su preparación marxista y su ideología comunista, aunque no haya realizado ningún tipo de acción... Él está encuadrado en la llamada 'Biblioteca' o 'Aparato de Propaganda' del MIL (Moviment Ibéric Llibertari) y puede ser considerado como uno de los cerebros del grupo'. El 24 de septiembre, un día antes de la fecha fijada por sus compañeros para llevarlo a Francia, los agentes del Grupo Especial contra el MIL se presentaron en el 47 de la calle Caspe. Lo detuvieron cuando salía de su casa para ir a comprar unas bebidas a la tienda de enfrente. Después de registrar infructuosamente la casa pensando que encontrarían armas, trasladaron al detenido a la comisaría de Vía Layetana.

Una noche de interrogatorio intenso y continuado doblegó la resistencia de Santi Soler, que reveló el lugar y la hora de las citas que tenía previstas. Cuando acabó de hablar ya era la mañana del día 25 y resultaba demasiado precipitado ir al primer encuentro, por eso los inspectores decidieron prepararlo todo para acompañar a Santi Soler a la que tenía prevista por la tarde. Lo acompañaron hasta su piso para esperar allí la hora de la cita, querían estar por si lo llamaban por teléfono y se producía algún cambio de planes.

El hecho de que Santi Soler no se hubiera presentado a la cita de la mañana hizo que sus compañeros extremasen las precauciones en el segundo encuentro. Cinco minutos antes de las seis de la tarde un coche dio una vuelta a la manzana de casas de la calle Gírona con Consell de Cent. Al volante iba Jean Marc Rouillan y detrás Salvador Puig. Los tres jóvenes habían decidido acompañar a Xavier Garriga, que no iba en el coche y que se dirigía hacia la cita. Tal como estaba previsto, en el Bar Funicular los esperaba Santi Soler. Estaba de pie en la barra tomando una coca-cola y fumando un cigarrillo.

Como era habitual, en el bar no había más de tres o cuatro clientes. Al lado de Santi había un chico joven de cara pecosa con una camisa de cuadros leyendo un número de la revista Barrabás. No tenía el aspecto de ser policía. Pero aquel joven era Francisco Anguas, tenía la misión de no perder de vista a Santi para que no realizara ninguna señal de aviso a sus compañeros. No parecía que hubiera motivos para la sospecha, por tanto Salvador Puig, que aquel día llevaba una camisa rosa, bajó del coche, se encontró con Xavier Garriga y ambos se dirigieron hacia el bar. Mientras tanto, los dos franceses dieron una vuelta más a la manzana por motivos de seguridad antes de ir a buscar un lugar para aparcar.

Los policías solamente esperaban a Xavier Garriga; era uno de los teóricos y suponían que no iría armado. Cuando vieron que no venía solo, comenzaron a ponerse nerviosos. Identificaron rápidamente a su acompañante como el médico; Salvador Puig, según sus informes, era uno de los miembros más peligrosos del MIL. El dispositivo que habían preparado no contemplaba esta posibilidad. Eran seis inspectores, pero no iban armados convenientemente y ni siquiera llevaban esposas. Esta falta de previsión era debida a la juventud y poca experiencia que tenían la mayoría de los miembros del Grupo Especial contra el MIL. El más bregado era el jefe, Santiago Bocigas, que tenía solamente 30 años.

Salvador Puig y Xavier Garriga fueron detenidos antes de entrar en el bar. Tres inspectores los rodearon mientras el jefe del dispositivo, el inspector Bocigas, se plantó delante de ellos, les mostró la placa y se identificó como miembros del cuerpo policial. Xavier Garriga no ofreció resistencia; Salvador, en cambio, reaccionó de manera fulminante. No estaba dispuesto a dejarse coger. Se giró, propinó un empujón a uno de los policías e intentó escapar corriendo. No pudo dar ni dos pasos, alguien le zancadilleó y cayó al suelo. Francisco Anguas, que había dejado la custodia de Santi Soler en manos de otro inspector, se lanzó sobre él para inmovilizarlo. Salvador luchaba con todas sus fuerzas para deshacerse del abrazo del joven inspector. Timoteo Fernández, uno de los inspectores que estaba vigilando a Xavier Garriga, lo dejó para ayudar a su compañero. Desenfundó la pistola y empezó a golpear con rabia la cabeza de Salvador.

A las seis de la tarde de un mes de septiembre, la esquina de Girona con Consell de Cent no era un lugar solitario. Los peatones se detuvieron sorprendidos, los vecinos salieron a los balcones y los clientes de los comercios contemplaban la escena sin saber cómo tenían que reaccionar. Aquello parecía más bien una pelea entre delincuentes que una operación policial. Los inspectores, que continuaban pegando a los detenidos, intentaron introducirlos en El Belén, una tienda de comestibles de la calle Girona, para reducir así sus posibilidades de escapatoria. El propietario de la tienda, Picard de la Ossa, asustado por la violencia de la pelea y viendo que uno de ellos, Salvador, llevaba la cabeza llena de sangre, se negó por completo diciendo que pensaba llamar a la policía.

-Nosotros somos policías -gritó Santiago Bocigas ante la mirada incrédula del propietario de la tienda-. No querrá que nos pongamos los uniformes para detener a unos atracadores.

Como les negaron la entrada en la tienda, condujeron a los detenidos al portal que había al lado, el número 70 de la calle Girona. Un grupo de curiosos se acercó a la entrada para intentar seguir la evolución de la pelea que continuaba en el interior. Salvador forcejeaba con los inspectores, que no encontraban la manera de reducirlo. Finalmente, tuvieron que cogerlo entre cuatro, lo empujaron contra la pared y se incautaron de una navaja y una pistola que llevaba escondida en uno de sus bolsillos: era una Kommer calibre 6,35. En aquel momento, Xavier Garriga, aprovechando que el inspector que le vigilaba estaba más pendiente de lo que pasaba con Salvador que de él, dio un salto hacia la puerta y corrió hacia el exterior. No fue muy lejos. Nada más salir a la calle, el propietario de la tienda y uno de los curiosos le pusieron la zancadilla y dieron tiempo para que dos de los policías lo cogieran y lo arrastraran adentro del portal de nuevo. Xavier intentó defenderse pero los policías lo inmovilizaron con facilidad.

Salvador resoplaba pesadamente medio marcado, mientras la sangre que le brotaba de la cabeza le chorreaba por el rostro hasta llegar a empapar y a enrojecer la camisa rosa. Parecía haberse resignado a la detención; por eso, dos de los inspectores que lo tenían cogido lo soltaron. Pasaron a ocuparse de Xavier, a quien castigaron por haber intentado huir con una buena ración de patadas y de puñetazos. En aquel momento, a Salvador sólo lo vigilaban dos policías: Francisco Anguas, que estaba delante de él, y Santiago Bocigas, que desde atrás le tenía los brazos sujetados en la espalda. En su intento por inmovilizarlo, el policía no se dio cuenta de que lo que estaba haciendo era acercar las manos de Salvador hacia el lugar donde tenía una segunda pistola. Él, como el resto de sus compañeros, hacía tiempo que no salía a la calle sin llevar encima dos pistolas. Empuñó la segunda arma, una Astra de 9 milímetros, y consiguió sacarla de la parte trasera del pantalón. Como un resorte, los brazos de Salvador se lanzaron hacia adelante, se tensó empuñando la pistola y disparó.

-No sé cuántos tiros se dispararon, pero fueron muchos... -me explicó Santi Soler, que fue testigo de los hechos porque estaba en un rincón del portal custodiado por uno de los policías-. Salvador tenía la cara cubierta de sangre, supongo que le brotaba de las cejas... No pude ver con claridad lo que pasó, pero lo único que puedo asegurar es que la situación era muy confusa y que hubo fuego cruzado.

Al escuchar el primer disparo, el inspector Timoteo Fernández dejó lo que estaba haciendo, pegar a Xavier Garriga, y abrió fuego en dirección al lugar donde se encontraban Salvador y los dos policías. Todo sucedió en unos segundos. Los testigos que estaban fuera escucharon, según sus declaraciones posteriores, una ráfaga de disparos. Cuando cesó el tiroteo había dos cuerpos en el suelo en medio de un charco de sangre; eran Francisco Anguas y Salvador Puig. Parecían muertos.

Dentro del portal todo eran nervios, gritos y olor a pólvora. Uno de los policías apuntaba el cañón de la pistola a pocos milímetros de la cabeza de Salvador. Estuvo unos segundos dudando de si disparaba. Finalmente, no lo hizo. Unos instantes después, el escenario se llenó de más policías y de ambulancias. Santi Soler y Xavier Garriga fueron conducidos a la comisaría de Vía Layetana y los cuerpos de los dos heridos fueron trasladados en dos ambulancias diferentes al Hospital Clínico. Mientras tanto, los inspectores del Grupo Especial contra el MIL, y después de recoger los casquillos de las balas, interrogaron a los curiosos y a los vecinos que habían presenciado la detención para identificar a aquellos que podrían ser de utilidad como testigos. Uno de éstos fue Antonio Fortes, el dependiente de una tienda de comestibles de los alrededores, a quien pidieron que limpiara el portal, porque la portera, Ana Sánchez, estaba tan impresionada por los hechos que era incapaz de hacerlo. Antonio Fortes intentó, sin conseguirlo del todo, eliminar los rastros de sangre de la escalera, comprobó que en el tercer escalón se veía el impacto de una bala y recogió dos casquillos que se había dejado la policía. Según todos los informes posteriores, en aquel portal sólo se encontraron cuatro casquillos que correspondían a los cuatro disparos que salieron de la pistola de Salvador Puig. De los disparos de la policía sólo queda constancia de su testimonio verbal. Timoteo Fernández, según su propia versión, solamente disparó dos veces.

Un periodista de El Correo Catalán, Santiago Vilanova, se acercó al escenario de la detención cuando aún estaba presente la policía y entrevistó a algunos de los testigos. Con este material escribió un artículo en el que describía el paisaje de miedo y desconcierto que encontró. La información que pudo recoger Santiago Vilanova era que un grupo de policías había intentado detener a tres atracadores y que en el tiroteo que se produjo hubo dos heridos, uno de los cuales tenía un tiro en la cabeza y su estado era grave. Escribió que todos los testigos coincidían en el número de disparos que habían oído: ocho, repartidos en dos cortos espacios de tiempo. El artículo del periodista explicaba cómo la policía había interrogado a los testigos y concluía de la siguiente manera: 'La multitud se pregunta cosas en la vía pública. Las amas de casa hacen cola en la tienda para saber 'qué pasó' aunque sea para comprar un paquete de detergente. Un funcionario pasa llevando una pistola por el cañón y en otra mano un cuchillo envuelto por el mango con un pañuelo blanco. Otro recoge balas y comprueba los correspondientes impactos sobre la escalera de mármol. Un señor dice que pronto no podremos salir a la calle a tomar un carajillo. Es muy probable que ayer algunos vecinos no tuvieran la necesidad de ver la tele. Así es la gran ciudad. El día menos pensado convierte al más tranquilo y pacífico hombre de la calle en un testigo de cargo'.

El artículo de Santiago Vilanova no pudo ser publicado al día siguiente. Fue censurado. En su lugar, en el diario apareció una nota de la Jefatura Superior de Policía en la que se daba la versión oficial de los hechos. La nota relataba el currículum del que definía como un 'peligroso grupo de atracadores' y daba la noticia de manera escueta: 'Salvador Puig Antich (a), El Metge, efectuó una serie de disparos a bocajarro sobre el subinspector de primera clase don Francisco Anguas Barragán, entablando un nutrido tiroteo con el resto de funcionarios y cayendo, finalmente, herido, mientras el secretario (Xavier Garriga) intentaba darse a la fuga, no consiguiéndolo, pues fue reducido y esposado cuando ya había ganado la calle'. Decir que Xavier Garriga fue esposado, cuando los inspectores no llevaban esposas, es un ejemplo de cómo los policías modificaron algunos aspectos de lo que había sucedido para construir la versión oficial. Esta corrección no sería la única. (...)

En la cárcel modelo, Imma, Montse y Carme [hermanas de Puig Antich], una vez registradas, fueron conducidas hasta la habitación donde se encontraba Salvador. El encuentro fue un momento intenso. Imma lo describe con precisión y detalle en una larga carta que envió a su hermano Quim. La escribió unos días después con la intención de compartir con él las últimas horas vividas al lado de Salvador. Una experiencia que Quim se perdió porque estaba en Estados Unidos:

'Querido Kim:

Te explicaré, en la medida en que pueda, cómo fue todo. Nuestra llegada allí fue muy bonita y muy bestia a la vez. Salva estuvo muy contento de estar con nosotras, pero estaba visiblemente nervioso; él disimulaba, pero de entrada le era imposible. Por nuestra parte, aunque te parezca extraño (la persona humana saca fuerzas yo no sé de dónde), nuestra entrada donde estaba Salvador fue aparentemente alegre, diciéndole: 'Ostra, nene, esta gente nos hará sudar el indulto'. Él estaba escribiendo tres cartas de despedida, rodeado de gentuza, unos diez aproximadamente. Seguidamente empezamos a explicar cosas divertidas... En resumen, que pasamos las dos primeras horas francamente bien.

A las seis, aproximadamente, para mí pasó algo realmente duro. Los militares de los cojones le decían a Oriol [Oriol Arau, abogado de Puig Antich] que nos preguntara si teníamos nicho para enterrarlo. El pobre chico no sabía qué hacer para decírnoslo. Finalmente, me pidió que saliera y me lo preguntó. Es como si te metieran clavos dentro de ti. 'Ver a Salvador tan cojonudo, sano, fuerte y majo y que dentro de unas horas debía estar enterrado por culpa de esos hijos de puta. Es algo que no tiene nombre. Pero tenía que disimular, volver a entrar y estar serena, tranquila y hablar con él (creo que toda la tensión de esas horas me está rebrotando; ahora estoy hecha una mierda, parezco otra persona. No sé qué hacer para superarlo. Imagínate que aún tengo ganas de verlo. Es horroroso'.

Los funcionarios insistieron en hacer la pregunta. Como no obtenían respuesta alguna hicieron salir de la habitación a Imma, la hermana mayor, y le preguntaron directamente.

-Vosotros lo matáis, vosotros lo enterráis -contestó llena de odio y de rabia.

Las últimas horas pasaron demasiado deprisa. Los nervios estaban a flor de piel. Salvador no podía estar sentado mucho tiempo. Se tenía que levantar y caminar arriba y abajo en el reducido espacio de la habitación. Siempre con los ojos clavados en la puerta esperando la clemencia de Franco.

A las ocho de la mañana los militares irrumpieron en la habitación. Habían ido a dormir unas horas y se los veía descansados. Iban todos bien peinados y llevaban su vestido de gala, con el sable brillante y los guantes blancos impecables. Ordenaron a los funcionarios que echaran a las hermanas y al abogado. Oriol Arau se encaró al juez instructor, el teniente coronel Nemesio Álvarez, y le dijo que él era el abogado y que tenía todo el derecho a continuar al lado de Salvador. Después de dudar un instante, el juez accedió a la petición del abogado.

'Salva y nosotras hicimos el juego de hacer ver que el indulto llegaría de un momento a otro. Carme y Montse ni le dijeron nada, lo abrazaron y le dieron dos besos. Yo, igual, pero hablé con él diciéndole que nos echaban, que esperaríamos fuera para entrar en seguida y 'ánimos, chiquitín'. Él solamente dijo: 'Adiós, guapas, y no sufráis que aguantaré hasta el final. Adiós, chiquitas'.

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