Una diócesis prodigiosa
Sorprende de los visitantes extranjeros invitados su admiración por una ciudad tan maltratada como ésta
Ya tenemos la de todos los domingos. Un tal Luigi Settembrini, italiano experto en montar exposiciones de moda (por cierto, ¿qué secreto tendrán los italianos para mojar en cualquier evento tercermilenarista pagado en nuestra ciudad?), que se dispone a dirigir el invento de la Bienal de Valencia, va y se suelta diciendo algo así como que estuvo en Valencia hace diez años y le sorprendió la belleza de sus lugares y monumentos, y su vitalidad. Y eso que diez años atrás todavía no estaban Terra Mítica ni el Palacio de Congresos ni la Ciudad de las Artes, así que cuando pise suelo valenciano de nuevo, aunque sea en el lamentable aeropuerto de Manises, lo mismo le da un pasmo ante ese entusiasmante crecimiento de belleza y vitalidad. Hace diez años ni siquiera gobernaba aquí Eduardo Zaplana, de manera que alguien le recomendará más tino al italiano de moda bianual en sus espontáneas declaraciones. Lo peor del asunto es que al dar por cumplido un requisito de idoneidad que nadie le ha pedido se ve forzado a incurrir en exageración, hipótesis desalentadora si se considera la alta misión que tiene encomendada. También la viuda de John Lennon -la que mejor hace de viuda consolable de todas las viudas artísticas, pero también de desinhibida autora de cajas que simulan ataúdes en los que crecen naranjitos disecados que representan el trajín constante de la constancia de la vida, ya ven qué sencillo recurrir al símbolo de quita y pon con cuatro trastos y algunos millones-, también ella, ¡qué vive en Nueva York!, asegura que Valencia es una de las ciudades más estimulantes del mundo en cuanto la contratan para presentar una cosa nostra. Será por eso que Manolo Valdés tiene anunciado que deja Nueva York por Valencia al parecerle la Gran Manzana un reducto provinciano al lado del envidiable cosmopolitismo de la ciudad que representan sus viajeros anfitriones.
Tengo para mí que otros ilustres visitantes que nos distinguen con su presencia para asistir a congresos médicos o antropológicos, de derecho internacional o acerca de los problemas suscitados por la capa de ozono, no pierden el tiempo con esas declaraciones de entusiasmo local, ya sea porque no tienen ganas, bien debido a que el motivo les sería ajeno, acaso porque no todos son designados directores de bienales o quién sabe si porque disponen de unos minutos para patearse las calles entre sesión y sesión y no encuentran pretexto alguno para elogiar una ciudad que tiene tantos atractivos como Cuenca, pongo por caso, que al menos cuenta con el río Cuervo, las casas colgantes o la ciudad encantada como circunstancias casi naturales de rústico atractivo. No es que eso invite a sospechar que cierta clase de visitantes se vean instados a incluir el elogio desmedido en la minuta de sus mercaderías, pero es que la hipótesis contraria llama todavía más al desaliento en la medida en que el elogio inmotivado o forma parte de la cuenta de gastos o hay que sumarlo al ornato de un cantamañanismo que desautorizaría para siempre, y acaso para todo, a quien lo formula. Me parece que hay que conocer mucho a nuestra ciudad para tenerla en aprecio, y que ningún cosmopolita profesional la preferirá a Lyon o Florencia, Brujas o Malmöe, Santander o San Sebastián, por no hablar de las grandes capitales de este mundo. Las cosas como son. Ese entusiasmo improvisado a golpe de talonario y algo fugitivo bastaría para poner en entredicho más de un propósito emblemático, porque es lo más parecido a un lapsus freudiano, que ni es lapsus ni, mucho menos, freudiano.
No basta con que García-Gasco le niegue la misericordia humana a Rafael Sanús, su hermano en Cristo, sino que va y Ariel Sharon, el carnicero buchenwaldiano de Sabra y Chatila (el horror tiene responsables dados al olvido), obtiene la licencia absoluta en esa sucursal israelita que, un tanto a la manera de la beatitud fingida de Mayor Oreja, nada quiere saber de los asquerosos palestinos, mientras Zaplana sigue de bolos en Madrid como un Boselito cualquiera en pos de los honores que merece con sus libros a lo Ana Rosa Quintana sobre el acierto de vertebrar todas las españas en la rica experiencia deconstructiva de Benidorm (que inviten a Derrida al aquelarre de la bienal valenciana, y que contraten a Valle-Inclán como portavoz adjunto de Alicia de Miguel para una misa de tantos botones), y Villaescusa desdeña otra vez los principios éticos y de gusto al defender esa Tómbola televisiva a la que debe cargo y la consideración de sus secuaces. ¿El resumen? Añoramos a Tip como cronista de nuestra entusiasta actualidad de futuro, presentado en los sumideros de los canales autonómicos por esa parodia del anuncio de Netol que viene a ser la sonrisa inmotivada de Lluís Motes.
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