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Reportaje:

Sus señorías discuten de arte

El juicio contra los supuestos autores de 'grafitis' en los vagones del metro termina en un debate sobre la creatividad

La mañana del 29 de junio de 1996 un puñado de jóvenes burlaron la férrea frontera de lo privado y atacaron con arte, armados de aerosoles, dos de los dormidos vagones de metro que la Generalitat guarda a buen recaudo en sus cocheras como piezas inmóviles de museo. La presencia de los guardias jurados los puso en fuga y los artistas huyeron despavoridos entre naranjos y caminos de polvo. Aquella pequeña acción de arte subversivo hubiera quedado en nada de no ser porque por la tarde, los vigilantes de las cocheras sorprendieron, encaramados a un muro, a otros dos jóvenes cuando tomaban imágenes de los flamantes tatuajes en la piel de los vagones de metro.

La maquinaria judicial se puso en marcha y los dos chicos, que siempre negaron la autoría de los grafitis, pasaron por un calvario de cinco años que ayer finalmente concluyó -al menos en el caso de Daniel Magraner- con una contundente petición de absolución por parte del fiscal y de la acusación particular. Nadie, ningun testigo pudo probar que en efecto fueran ellos los autores de los grafitis. Daniel, un aplicado estudiante de diseño gráfico, tranquilo, sereno durante todo el juicio como un David a la manera de Miguel Ángel, se libró ayer de un buen disgusto por ejercer el puro placer de observar. No en vano, el fiscal le pedía tres años de prisión y una multa de casi un millón de pesetas como supuesto autor, eso sí, de los grafitis que embellecieron los vagones de metro.

Antonio Javier Lamarca deberá esperar aún el pronunciamiento de un juez de menores por su minoría de edad en el momento en que se produjeron los hechos, aunque la verdad es que nadie da un duro por una resolución condenatoria contra él.

El proceso ha terminado felizmente, pese a que ha estado plagado de exageraciones y de errores, y a que tal vez nunca debiera haberse iniciado. Con todo, si de algo ha servido el susto es para que ayer, la sala del juzgado de lo penal número 5 de Valencia, se convirtiera agradablemente en un ágora en la que los siempre hieráticos letrados discutieron a placer sobre lo divino y lo humano del arte y sobre los límites de su geografia.

Los grafitis, deslucen los inmuebles públicos pero no dañan, apostilló el fiscal pertrechado de jurisprudencia, manejándose con conceptos jurídicos y leyes talmente como un maestro malabar. Pero justificar que el grafitismo invada el terreno de la propiedad privada dada su condición de expresión del arte es 'mear fuera del tiesto'.

'Nadie' espetó con gesto grave el letrado acusador de la Generalitat, 'dió permiso a los grafiteros para que le cambiaran los colores a sus vagones de metro. Cada cual pinta del color que quiere su propiedad privada'.

Y entonces llegó la defensa, no con menos artilleria legislativa pero sí con más razones en defensa del arte. El abogado Virgilio Latorre no cejó en combinar el código penal y las áridas sentencias de los tribunales con los elogiosos comentarios sobre el grafitismo del escritor Joan Garí. 'Las pintadas forman parte', afirmó Latorre, 'de un discurso que no se puede reprimir desde el código penal. Es un error, sacralizar determinados bienes de manera que la única manera que nos queda para protegerlos es la de la represión'.

'Se hace necesario', prosiguió, 'normalizar la expresión de algunas formas de arte, no reprimirlas'.

El grafiti, escritura, pintura propia del espacio público, se libró ayer en Valencia de pasar una temporada entre rejas. Como los grafitis de los prostíbulos de Saigón o los de las catacumbas, los de los vagones de metro de Valencia se libraron ayer del castigo.

Latorre, que lo sabía, incluso lanzó una desafiante sugerencia a los responsables de Ferrocarrils de la Generalitat: 'Con el color tan aburrido que tienen sus vagones más les valdría tenerlos pintados de grafitis'.

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