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Columna
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Cerrojos

Hoy los poderosos no lograrían sobrevivir mucho tiempo si no fueran apartados de la sociedad, por eso tienen una tendencia inexorable a meterse ellos mismos en la cárcel. Pude comprobarlo un día en que estaba citado con el director de una multinacional en su despacho situado en una mansión remodelada para oficinas rodeada de muros muy altos. Para reunirme con él tuve que identificarme ante el guardián de la garita. Después sonó un interfono gangoso con una orden que puso en marcha una puerta de acero con mando a distancia. Habiendo aprobado este primer examen fui acompañado hasta un vestíbulo bajo estricta vigilancia a lo largo de un jardín donde me ladraron unos mastines que sostenía a duras penas con la correa otro celador. Durante el trayecto me pregunté qué clase de crimen habría cometido este señor para estar tan vigilado. El vestíbulo de la oficina estaba lleno de guardajurados con revólver y juego de esposas colgados del cincho. Pasé por un escáner hasta acceder en presencia de un recepcionista también armado quien cotejó mi cara con la del carné que me había obligado a entregar y luego comprobó si mi nombre figuraba en la lista de audiencias. A este riguroso control siguió otra llamada por teléfono, que al ser atendida positivamente por un misterioso ser de la tercera planta hizo que se abriera de forma automática un rastrillo con clave secreta para franquearme el paso hacia un antedespacho insonorizado. Allí dormitaba un guardaespaldas muy bragado. Mientras esperaba ser recibido por el jefazo me acordé de un amigo al que visité hace muchos años en la cárcel, un encuentro muy patético aunque con menos barreras. ¿Qué habría sido de aquel joven revolucionario? Había perdido su rastro desde la muerte del dictador. Por eso fue muy grande mi sorpresa cuando lo vi ahora sentado en aquel despacho. '¿De modo que eras tú? No nos veíamos desde la cárcel de Carabanchel', le dije. 'Bueno, creo que ésta se abre desde dentro, pero no estoy seguro', me contestó mi amigo. Los poderosos y los facinerosos tienen los mismos guardianes y cerrojos. Políticos de cualquier ideología, delincuentes de cuello blanco, mafiosos, capitanes de empresa, banqueros, divos del espectáculo, cardenales y papas de Roma, a todos los iguala un mismo guardaespaldas cuyo criterio es indispensable para aprender la última filosofía: cómo ser libre detrás de una puerta blindada.

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