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Columna
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Turismo insostenible

Andrés García Reche, quien fuera consejero de Industria, Comercio y Turismo en la última legislatura socialista, solía predicar que Fitur, la Feria Internacional de Turismo de Madrid, era una coartada para que munícipes y profesionales del sector se diesen un garbeo por la capital del reino y echasen una canita al aire. El dicho consejero siempre ha tenido una vena fabuladora y, además, es probable que el certamen haya cambiado e incluso resulte útil para exhibir el surtido valenciano en la materia. Por lo pronto, la comparecencia de la Comunidad suele ser pasto de los informadores, y eso vale su precio en oro. El año pasado fue muy celebrado el multitudinario y caótico ágape. En esta ocasión tampoco ha pasado inadvertida la bronca entre el presidente Eduardo Zaplana y el líder de la oposición, Joan Ignasi Pla, poco oportuno, a nuestro juicio, al aprovechar ese foro ajeno y lejano para sugerir sus críticas a la política turística de la Generalitat.

Poco oportuno, decimos, por el lugar y circunstancias, pero a nadie se le oculta que el dirigente socialista señaló con el dedo un asunto que viene preocupando a muy cualificados observadores de la realidad valenciana. Nos referimos a la sostenibilidad o garantía de futuro de nuestro turismo. Cierto es que a la vista de los rendimientos que se divulgan -número de pernoctaciones, pasajeros, excelencias de la restauración, mejora de las infraestructuras, etcétera- sólo los tipos hipocondríacos podrían objetar la bonanza del negocio. Pero el negocio sólo es una parte de la realidad turística, que comienza por ser el país y sus recursos físicos no renovables y, en muchos trances, irreversiblemente derrochados. Ahí duele y preocupa.

En este sentido no es irrelevante la expectación y alarma que está suscitando la ley de ordenación del territorio que se viene elaborando y que sustituirá a las de 1989 y 1992 -en parte inéditas- que rigen la administración del suelo. Las noticias que trascienden no son precisamente confortantes en la medida que se liberaliza más la disponibilidad del territorio y amenaza con acentuar las saturaciones que ya se soportan en no pocos municipios y comarcas. ¿Vamos a ello? ¿Habrá de llegarse al trance del alcalde de Torrevieja, que no acude a la mentada feria de Madrid porque ya no le cabe más gente en el pueblo? ¿Habremos de someter el país a las conveniencias de la industria hostelera porque, a juicio del subsecretario de Turismo, Roc Gregori, es la que conoce el interés y posibilidades del mercado?

Por fortuna son los mismos industriales, o ciertos de entre ellos, quienes ya le están viendo las orejas al lobo y temen que se produzca una sobreoferta de viviendas residenciales o de plazas hoteleras, tanto más devaluada cuando a menudo ya se ha depredado el entorno paisajístico o se fía para largo el remedio a la sequía intermitente. Sin embargo, confiar en la autodisciplina o en las leyes del mercado como vacunas contra el desmadre nos parece una ingenuidad sumada a una dejación del Gobierno. Pero el Gobierno autonómico no da señales de tomar la iniciativa y atenerse a un modelo razonable de crecimiento. Lo suyo es alentarlo a toda costa -y preferentemente en la costa, valga el chiste- persuadido de que a quien Dios se la da, san Pedro se la bendice. Tal cual viene ocurriendo, por otra parte. Ha bendecido los parques míticos y las ciudades lúdicas emergentes y prometidas. Incluso cuajará el trasvase de agua del Ebro y el AVE está a punto de caramelo. Todo sale redondo, pues, y no hay necesidad de fomentar desasosiegos. El Señor proveerá.

No obstante, resulta evidente que tan idílica coyuntura es precaria e insostenible y obliga más si cabe a prefigurar y potenciar el turismo -y país- que queremos ante la competencia y el aluvión de nuevos residentes -con papeles y euros- que se pespunta. Profesar el liberalismo a carta cabal no ha de comportar la irresponsabilidad, digo yo.

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