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La zádira de Gerald Brenan

Aseguran los biógrafos de Laurence Sterne que su cadáver fue robado del cementerio de Saint-Georges y vendido a un professor de Anatomía de Cambridge. Sin duda, al autor de Tristam Shandy le hubiese parecido una historia digna de figurar en uno de sus capítulos más disparatados, por ejemplo en aquel en el que glosa lo poco que los grandes hombres se alteran ante la posibilidad de la muerte: 'Vespasiano murió sobre su retrete haciendo chistes...'. En cualquier caso, me imagino el cuerpo aún caliente del reverendo Sterne al hombro de aquel rufián, y también al inquieto profesor de Anatomía de Cambridge aplicando su afilado escalpelo sobre el cadáver del escritor, y acechando, con su concienzudo análisis y disección, las claves de la inteligencia y del ingenio.

Me lo imagino y me estremezco, al igual que me sobrecoge saber que el cráneo de Descartes fue robado y vendido por 120 francos a otro profesor sin escrúpulos, o que Lord Schwaterborg compró por miles de libras un diente de Newton, que mandó montar en una aparatosa sortija de oro. A la muerte de Voltaire, en 1778, la emperatriz Catalina II adquirió la biblioteca del sabio de Ferney, de aquel hombre que admiraba tanto y que, para su gran pesar, no había podido conocer personalmente. Según algunos biógrafos, la zarina contrató a un par de espías para ver si podían apoderarse del cadáver. Sin embargo, lo que la emperatriz de Rusia desconocía es que de la dentadura de Voltaire ya habían desaparecido dos dientes. Uno de ellos se descubrió en posesión de un funcionario de la Ville de Paris y el otro en la casa de un periodista éclairé, que lo había convertido en su más preciado amuleto: le colgaba del cuello mediante una cadena de oro, protegido por un delicado estuche de plata, en el que había hecho grabar el siguiente dístico aleccionador: 'Les prêtres ont causé tant de mal à la terre / Que j'ai gardé contre eux une dent de Voltaire'.

Siempre me ha sorprendido el fetichismo de los hombres ante los despojos humanos, sean propios o ajenos. Y siempre me ha estremecido esa última voluntad de desmembrar tu propio cuerpo, sea por motivos sentimentales (como sucedió con Montaigne, cuyo corazón se halla en la iglesia parroquial de sant Michel de Montaigne, en el Perigord, y cuyo cuerpo reposa en Burdeos), o bien por una encomiable disposición a colaborar con la ciencia. Albert Einstein, a su muerte en 1955, donó su cerebro a la ciencia, que se fijó con formol y cloidina. No obstante, durante veinte años nadie le prestó el menor interés, y cuando por fin se estudió, en 1976, sorprendió que su tamaño fuese mucho más pequeño de lo normal (1230 gr). No obstante, el año 1999, la revista The Lancet publicó un nuevo y redentor artículo, donde se indicaba que si bien el cerebro de Einstein era, en efecto, muy pequeño, sus lóbulos parietales eran en cambio mucho mayores de lo normal, lo que según los neurofisiólogos podría justificar la genialidad del físico más universal de todos los tiempos (veánse en este sentido el divertido artículo de Adolf Tobeña El cervell d'Einstein, en Neurotafaneries (Bromera/ Universitat de València), y el documentado estudio de José Adolfo de Azcárraga, Einstein: sus ideas y opiniones, publicado en la revista Mètode, 29).

Por todo ello, resulta tan sobrecogedor saber que Gerald Brenan donó su cuerpo a la ciencia y que éste se conservó en una piscina de formol durante ¡veinte años! Cuando hace unos días se procedió a su entierro en el cementerio británico de Málaga, quedó en evidencia que, a pesar de su largo baño fórmico, ningún científico se había interesado por él. ¡Ah, ingrata ciencia: veinte años en formol en vano! ¡Veinte largos años a la espera de un mísero escalpelo! Gerald Brenan, en un momento de su bellísimo libro Al sur de Granada, escribe unas palabras que, en cierta manera, pueden ilustrar su larga paciencia: 'El áloe indígena, en español zádira, tiene flores y escasea debido a que ha tomado su lugar la especie escarlata más vistosa, de Africa del Sur. Pero en un tiempo fue importante. Los árabes la trajeron de oriente. Su importancia radicaba no sólo en sus virtudes medicinales, sino en que su capacidad de vivir durante largos periodos sin agua la convirtió en el símbolo de la paciencia. Por esta razón se plantaba en las tumbas: los muertos que esperan el día del juicio necesitan de todo el ánimo que pueda dárseles'.

Por eso, propongo que a los pies de la tumba de Gerald Brenan, se plante un áloe o una zádira -bellísima palabra que no aparece en casi ningún diccionario-, que recuerde a los hombres su gesto. Sin duda, en estos momentos, el misántropo de Yegen necesita todo el ánimo que pueda dársele.

Martí Domínguez es escritor.

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