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Columna
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Yago debe morir

Platón, con aparente ingenuidad, decía que las miserias del Estado sólo se resolverían cuando gobernaran los filósofos. Es poco probable que una inteligencia como la suya defendiera en serio semejante utopía. Más bien querría decirnos que el Estado, frecuente máscara del poder, siempre será miserable. Lo que sucede es que si los ciudadanos tuvieran eso presente a cada hora, estallaría la revolución en el manicomio. Y todos saldríamos de allí corriendo, unos convertidos en salvajes, otros en santos, como creía Bakunin. Pero pasa también que recordar esa penuria resulta inevitable y, siquiera de vez en cuando, saludable.

A mi entender, la mayor fortuna que tiene la versión de Otelo estrenada la semana pasada en Sevilla es su oportunidad política, el recordatorio de que la actual máscara del Estado es una repugnante trama de capitalismo amiguista, xenofobia, machismo y otras ideologías agazapadas, cuyo poder alcanza a las fibras más íntimas de la persona, incluido el amor. Otelo, en su delirante pasión autodestructiva, llega a creer que Yago, el intermediario de los poderosos, urdidor de mentiras y calumnias, es 'la cara más notable del Estado'. Y acierta, pero no en el sentido que él cree, sino justo en el contrario. Yago es el brazo ejecutor de los intereses de los ricos, a quienes conviene que el moro trabaje para ellos como sea, y que luego se marche. Yago es la fuerza persuasiva de los periódicos y las emisoras que sirven al Gobierno -no al Estado-, haciendo creer a los incautos que la fiel Desdémona es una puta, que los payasos de la corte son magníficos escritores, que la sentencia de la Audiencia Nacional, la que anula la congelación salarial a los funcionarios, es una perfidia contra el Estado -no contra ellos, simple Gobierno-. Que sin embargo es bueno, para el Estado, que todos paguemos, en el inexorable recibo de la luz, los dos billones que el señor Aznar decidió entregar a sus amigos de las compañías eléctricas. Ésos que beben imperturbablemente champán en la penumbra del escenario, mientras se desarrolla la tragedia de sus títeres.

La intuición de García Montero, que además nos ha servido un texto bellísimo, y la inteligente puesta en escena de Emilio Hernández para el Centro Andaluz de Teatro, han actualizado a Shakespeare hasta hacernos pensar en lo que no quisiéramos, en refrescarnos la vieja duda de que el Estado sea algo más que una maquinaria de policías e impuestos. Y, lo que es peor, que esta democracia pueda realmente combatir a los que utilizan al Estado como máscara de sus orgías de poder. También de sus debilidades, y esto es lo saludable. Que Aznar y sus ministros de pacotilla -como que no leen a Shakespeare, como que uno quería vender las harinas envenenadas a los países pobres- no se dan cuenta de que se están desnudando en el escenario, que hablan delante de testigos. Que al quitarse las máscaras, iluminar los hilos del guiñol, enrollar las alfombras que tapaban la podredumbre, su misma impudicia los delata. Pero siguen creyendo que el público no los ve y que los jueces van a permitir que indulten a Yago, cuando es bien sabido que Yago, por el bien de todos, del Estado, debe morir. Y que han de matarlo ellos mismos.

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