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Columna
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Milenarismo, Milenarismo

Las sociedades modernas tienen a veces comportamientos extraños, los cuales recuerdan antes a la tribu de nómadas que fuimos que a la civilización cibernética que somos. Este desajuste, esta propensión a dejarse mecer por lo que nos pide el cuerpo y no por lo que nos sugiere la cabeza, no son privativos de la política española. Hace unos días nos enteramos con asombro de que el fundamento de la actuación gubernamental del presidente Bush va a ser la compasión. No la justicia y ni siquiera la caridad, no, la compasión: ¡nada menos! Pero, aunque de forma menos estridente y pintoresca, también en España cuecen habas. Algo de esto está sucediendo con las reacciones que provoca el Plan Hidrológico Nacional (PHN).

Ahora nos enteramos de que Aragón ha logrado incorporar al PHN el compromiso de que se ejecuten antes los 32 pantanos previstos en el Pacto del Agua (PA), amén de otras infraestructuras hídricas destinadas a mejorar sus regadíos. Nuestros políticos valencianos dicen que tranquilos, que no pasa nada, que todo se hará a la vez, el PHN y el PA. Sus políticos aragoneses también están contentos y afirman que así se satisfacen las necesidades históricas de Aragón.

O sea que al final fueron felices y comieron perdices. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. No es mal acuerdo, en efecto, para los dos principales partidos políticos españoles, para el que gobierna en la Comunidad Valenciana y para el que lo hace en la aragonesa. No me gustaría estar en el pellejo de un responsable político -y ni siquiera en el de un militante- del PP en Aragón: ahí es nada tener que tragarse el sapo de un PNH que para la mitad de la población al menos (la que se manifestó multitudinariamente en Zaragoza en contra del transvase) constituye un delito de alta traición. Pero los gestores del PSOE en Valencia tampoco lo tienen fácil: apoyar la postura de un gobierno de su partido en Aragón y salvar la cara delante de sus votantes valencianos requiere sin duda todo tipo de malabarismos, dialécticos y de los otros. Y es que en esto del agua no caben componendas ni términos medios: la que se quite a unos se les dará a otros y la que no reciban estos la retendrán aquellos.

Este planteamiento es radical, pero no porque ataque los problemas en su raíz, sino porque los encara como se abordaban cuando se empezaron a plantear, allá por el siglo XVIII. O sea que más que radical deberíamos llamarlo ancestral.

Antes de la Ilustración no faltaron soñadores empeñados en proponer fantásticos transvases y obras públicas faraónicas. Se les llamó arbitristas, por los arbitrios que se les ocurrían. Con todo, nunca generaron inquietudes políticas porque, en realidad, se trataba de antecesores de Julio Verne. En aquella época estos proyectos resultaban técnicamente inviables y no había más que hablar: todo lo que se podía hacer en la Península Ibérica a base de brazos, de poleas y de animales de carga ya lo hicieron los romanos siglos antes.

Pero con el desarrollo de la técnica y de la consiguiente revolución industrial, los arbitrios empezaron a ser realidad. Joaquín Costa, un polígrafo ideológicamente decimonónico, plantea la extensión de los regadíos a todo el territorio de Aragón como una reivindicación histórica irrenunciable. A su vez, en Valencia, la burguesía agraria que está iniciando una segunda Edad de Oro -y que tan bien retrataría Blasco Ibáñez- elabora una ideología identitaria basada en todos los símbolos agrarios que nutren el tópico de la huerta. Con lo cual parece que la solución de Aragón es que el Ebro se aproveche hasta la última gota y la de Valencia también. Como dos clientes que tiran desesperados de la misma pieza de tela en plenas rebajas: el conflicto está servido.

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Estamos otra vez en enero y parece que vuelve a haber unas rebajas conflictivas.

Sólo que también estamos en 2001. Y parece mentira que el único argumento que unos y otros saben manejar sea la vieja cuestión milenarista de 'nos quitan el agua' frente a 'nos morimos de sed'. Porque vamos a ver: ¿de verdad tiene sentido extender el regadío a todo Aragón, a tierras pobres -margas y yesos- situadas en zonas altas de clima frío donde el producto resultante será forzosamente poco competitivo en el panorama agrícola de la UE? Y del otro lado: ¿de verdad se quiere el agua para regar explotaciones de naranjos que ya no son rentables ante la competencia de países africanos en los que la mano de obra es mucho más barata? ¿Por qué no hablamos todos claro? Ni Aragón ni la Comunidad Valenciana son hoy regiones predominantemente agrícolas (ningún territorio moderno lo es: como se dedique al campo más del 15 % de su población, lo tienen crudo). Sus problemas son otros. El de Aragón, la despoblación, que no se arreglará con regadíos, sino con comunicaciones susceptibles de extender el tejido industrial de Zaragoza al resto del territorio. El de Valencia, que el dinamismo industrial y turístico de las últimas décadas se ve frenado por su posición periférica respecto a los mercados, por la paradoja de que colocar sus productos en el corazón de Europa sale caro y convertir sus playas en segundas residencias de muchos ciudadanos del norte de Europa sigue siendo inviable si para llegar en coche tienen que hacerlo pasando forzosamente por el sur de Francia y por una autopista de peaje.

Últimamente se está escenificando en los medios una polémica artificial -a mi entender- relativa a si la autopista A-3 y el AVE suponen para Valencia un alejamiento de Barcelona y un acercamiento a Madrid. Me parece obvio que la Comunidad de Madrid (que no es el Gobierno central) gana mucho con estas infraestructuras, pero no tengo tan claro lo que ganamos los valencianos. Bien está comunicarse con la capital de España, pero en la nueva economía global de la UE nuestro problema principal es acceder a las áreas económicas complementarias (que son las del norte, no las del Mediterráneo) con rapidez, economía y seguridad. Sin embargo, para acceder a ellas tenemos la carretera más peligrosa de España y el tren más cutre y costroso que ha circulado jamás por las vías de Renfe y que se para bruscamente en un túnel pirenaico sin pasar al otro lado. Puede que en eso del agua Valencia y Aragón tengan un pleito, pero la mayoría de sus intereses son comunes. Por eso, mejor que condicionar el PHN al PA yo propondría vincularlo a un pacto diferente, a un pacto de infraestructuras viarias y de equipamientos industriales. Tengo la impresión de que los árboles no nos dejan ver el bosque y de que alguien nos está engañando. Se admiten apuestas.

angel.lopez@uv.es

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