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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sombrías predicciones

El Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) ha dado a la publicidad esta semana el tercer informe sobre el clima desde su fundación por las Naciones Unidas en 1988. Los dos anteriores datan de 1990 y 1995, y advertían ya de los riesgos de perturbaciones climáticas serias inducidas por la actividad humana. El último informe, al que han contribuido más de 500 científicos durante tres años, consolida esas conclusiones y hace predicciones más precisas, gracias a la existencia de más datos empíricos y mejores modelos teóricos. Se afirma, en concreto, que la temperatura media del globo ha aumentado en 0,6 grados centígrados a lo largo del siglo XX y que, si no hay cambios claros en las tendencias vigentes, ese aumento será de 1,4 a 5,8 grados en este siglo. Es decir, un efecto sustancialmente más severo que el previsto anteriormente.

Cambios de este orden en la temperatura media de la Tierra han ocurrido en otros momentos, pero su ritmo de variación ha sido mucho más lento, posibilitando la puesta en marcha de los mecanismos naturales de compensación. Por el contrario, alteraciones en lapsos minúsculos en términos geológicos, como los ahora previstos, tendrán graves consecuencias sobre el equilibrio climático global y afectarán a la organización social, especialmente en términos de alimentación, salud, frecuencia e intensidad de los desastres naturales. Es seguro que las regiones más pobres, especialmente África, sufrirán las consecuencias más graves de un fenómeno generado por los países más ricos.

De acuerdo con los cálculos de los investigadores, el calentamiento global registrado a lo largo del último siglo no puede explicarse sólo basado en causas naturales, sino que exige considerar la producción humana de gases de efecto invernadero. Estos gases bloquean la eliminación de calor de la Tierra al espacio y causan un calentamiento progresivo de su superficie. El que más ha variado en las últimas décadas es el dióxido de carbono (CO2), generado por el uso de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas natural) en el transporte, la industria y la producción de energía. Por otra parte, la deforestación de las grandes masas vegetales en el planeta ha debilitado los procesos de absorción natural del CO2 por los bosques.

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El convencimiento mayoritario de que la persistencia de los vertidos de CO2 a la atmósfera producirá graves trastornos en el clima fue la razón de que en 1997 se llegara en Kioto al acuerdo de reducir estas emisiones para el año 2010 en un 5,2% sobre los niveles registrados en 1990. Desgraciadamente, en la reunión de La Haya, el pasado mes de noviembre, no fue posible fijar los mecanismos concretos para ese fin, lo que pone en cuestión su cumplimiento.

Los objetivos de Kioto parecen modestos, ya que no se proponen restaurar la situación existente antes del uso masivo de los combustibles fósiles, pero detendrían al menos una tendencia que hoy parece imparable. Y son ambiciosos en la medida en que materializar las reducciones pactadas requiere abordar cambios profundos en la política energética, haciendo especial hincapié en el ahorro y en el uso de alternativas más limpias, en el transporte y en modos de vida muy arraigados en los países más desarrollados, pero despilfarradores de energía. No es de extrañar, por tanto, que sea Estados Unidos, primer contaminador de la atmósfera en términos absolutos y per cápita, el que se muestra más reticente a adoptar las medidas necesarias para disminuir la emisión de gases de efecto invernadero.

El último informe del Panel sobre Cambio Climático es una muy seria señal de alarma para los Gobiernos del planeta, especialmente los del mundo desarrollado, que tienen una mayor obligación moral de tomar urgentemente las medidas necesarias para impedir que este problema se agrave, por impopulares que puedan ser en los primeros momentos.

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