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Columna
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Redistribución y reconocimiento

Hay dos formas de entender la injusticia. La primera es la injusticia socioeconómica, que tiene que ver con la organización político-económica de la sociedad y se concreta en diversas formas de explotación, desigualdad económica o exclusión. Esta forma de injusticia se combate mediante políticas dirigidas a lograr cambios políticos y económicos que permitan una redistribución más igualitaria de la riqueza socialmente producida. La segunda forma de entender la injusticia es cultural o simbólica, tiene que ver con los modelos sociales de representación, interpretación y comunicación, y se expresa en forma de dominación cultural, falta de reconocimiento o falta de respeto. Esta forma de injusticia se combate mediante políticas dirigidas a lograr cambios culturales o simbólicos que reconozcan la pluralidad cosmovisional de las sociedades modernas y hagan posible un efectivo reconocimiento de todas las identidades.

Convencionalmente se ha asociado la injusticia socioeconómica a los individuos, y la cultural a los grupos. La primera estaría violando derechos individuales a ver satisfechas determinadas necesidades básicas mediante la provisión de recursos económicos suficientes. La segunda estaría violando derechos propios de grupos humanos que aspiran a su reconocimiento como tales. Desde esta perspectiva, a pesar de la relación existente entre ambas formas de injusticia (pues ambas comparten el principio básico de igualdad de respeto para todas las personas), muchos autores descubren también una importante discontinuidad entre ellas, e incluso un potencial conflicto.

Charles Taylor ha expresado con suma claridad esta posible contradicción: para la primera perspectiva, la socioeconómica, el principio de respeto igualitario exige que tratemos a las personas de una forma ciega a la diferencia, mientras que para la segunda, la cultural, el respeto exige el reconocimiento y aun el fomento de la particularidad; el reproche que la primera hace a la segunda es que viola el principio fundamental de no discriminación; por su parte, la segunda reprocha a la primera que acaba negando la identidad de las personas al pretender introducirlas en un molde homogéneo.

¿Nos vemos obligados a optar entre redistribución o reconocimiento? Más aún, ¿hemos de enfrentar redistribución contra reconocimiento? Nancy Fraser nos advierte de la relativa artificialidad de la distinción entre soluciones redistributivas y soluciones de reconocimiento, una distinción que en muchas ocasiones es más analítica que real, pues en la práctica se entrecruzan y se refuerzan dialécticamente la una a la otra. Así es. La exclusión del empleo con derechos, en principio una forma de injusticia socioeconómica, desemboca sistemáticamente en la exclusión práctica de la ciudadanía, en el no-reconocimiento como ciudadano. Reivindicación de la redistribución y reivindicación del reconocimiento encuentran de esta manera un nexo de unión. Así pues, redistribución y reconocimiento. Tal vez mejor reconocimiento y redistribución.

No creo posibles cambios profundos en la estructura socioeconómica de nuestras sociedades si no es sobre la base de un cambio cultural que asuma definitivamente el innegociable derecho de ciudadanía, el derecho a ser reconocido como ciudadano y tratado en todos los ámbitos como tal. Lo que exige disponer, por la vía del empleo para el mercado o por otras vías, de unos ingresos económicos suficientes para llevar una vida digna. Es un derecho que no puede ser rebajado ni mucho menos suspendido por ninguna circunstancia económica (no hay coyunturas económicas que valgan cuando de derechos se trata). Un derecho que no puede ni remotamente ser amenazado por la introducción de criterios de utilidad. El movimiento antiracista proclama que ningún ser humano puede ser ilegal. Igualmente hay que proclamar que ningún ser humano puede ser calificado de inútil, que es lo que en el fondo se quiere decir cuando se tacha a algunos de nuestros semejantes como 'inempleables', condenándoles al paro o la precariedad.

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