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¿Qué va cómo?

Daniel Innerarity

Tal vez no merezca incorporarse a la historia del pensamiento político, pero cuando se escriba nuestra historia reciente no podrá dejar de mencionarse aquello de que 'España va bien' como resumen de la nueva tecnocracia conservadora. El tono de constatación indiscutible pretende cortar el paso a cualquier interrogación posterior. La utopía tecnocrática consiste en hacer ostentación de los hechos mientras declara impertinente cualquier discusión posterior. Pretende hacer de la política una tarea en la que no cabe la controversia y declara que la polémica misma es un error.

Pienso que el estilo político de Aznar, su irritante ocupación del campo de juego, tiene mucho que ver con ese control acerca de qué es o no pertinente, con la pretensión de monopolizar la interpretación de la normalidad (lo que se hace particularmente visible en materia de política económica o antiterrorista). Pero no hay afirmación que no genere preguntas, ni siquiera una tan rotunda como la que quiero comentar. Porque, ¿qué va cómo? Ni el sujeto ni el adverbio de la proposición son incontrovertibles.

Está, en primer lugar, la cuestión del quién: quiénes somos nosotros; en qué medida son tenidos en cuenta unos y otros intereses: los consumidores o los productores, los jóvenes o los pensionistas, los desempleados o los sindicatos; qué es la mayoria y cómo se define en cada caso; qué exclusiones generan nuestras prácticas politicas y de qué modo puede reintroducirse a los excluidos en el nosotros comunitario; a qué derechos de qué minorías hay que prestar una atención específica; qué adscripciones deben ser respetadas y cuáles lesionan la igualdad...

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El otro asunto es de naturaleza adverbial: cómo se establece lo bueno y lo malo en política. La constelación de valores que intervienen en la definición de algo como bueno permite una variedad de posiciones legítimas que no pueden prohibirse de manera unilateral. Una comunidad política está bien cuando hay, por ejemplo, orden, paz, bienestar, libertad e igualdad. Pero esto no decide nada acerca de cómo estos valores se relacionan entre sí, teniendo en cuenta que, dada la complejidad de nuestra sociedad, algunos se excluyen, al menos parcialmente, o cuya compatibilidad es problemática. Las ideologías no son otra cosa que acentuaciones de algún aspecto: hay quien otorga más importancia al orden aun cuando esto suponga un tratamiento restrictivo de alguna libertad, y hay quien prefiere correr el riesgo de la inseguridad a cambio de que sean mínimas las limitaciones de la libertad. En cualquier caso, aunque supongamos que lo correcto consiste en un equilibrio entre diferentes valores, existen muy diversas combinaciones que pueden ser racionalmente defendidas. No hay un único modelo de compromiso que deba derrotar inexorablemente a los otros en el tribunal de la razón. La división de partidos e ideologías no se explica simplemente por la diversidad de intereses; también es manifestación de la pluralidad de respuestas posibles a los problemas sociales. Esta división está vinculada a la idea de lo político, que sólo tiene sentido allí donde hay diferencias que disputan entre sí. Éste es uno de los aspectos por los que la política se distingue de la gestión. El arte de la gestión presupone que hay siempre una solución óptima única frente a las dificultades que se presentan. El campo político, por el contrario, está fundado sobre el reconocimiento de la incertidumbre, lo que prohíbe decretar como ilegítima la opinión del adversario aunque estemos convencidos de que es mucho peor que la nuestra.

La cuestión del adverbio es todavía más discutible cuando la lógica que se hace valer es de naturaleza económica. La economía es una ciencia humana (lo que equivale a decir aquí: discutible) y tampoco ella está a salvo de la discrepancia. Es por principio polémica la determinación de cuáles son los indicadores económicos por los que decidimos que una economía va bien, qué relación guardan entre sí, o incluso cómo se miden con exactitud. Y también es un asunto abierto el lugar que la economía ocupa de hecho o debería ocupar en el conjunto de la sociedad, cómo se compatibilizan las exigencias económicas con los imperativos formulados en el resto de las esferas sociales, como la paz, la seguridad, la cohesión o el medio ambiente.

La política es precisamente la discusión institucionalizada acerca de los criterios para considerar que algo va bien o mal, el espacio en el que se definen y negocian una y otra vez. Y esto es precisamente lo que la tecnocracia pretende eliminar, sustituyendo la política por el manejo de una legalidad objetiva mediante imperativos técnicos. Pero en esta operación se pierden aquellos aspectos para los que la política resulta insustituible. La política no es mera administración, sino configuración, diseño de los marcos de actuación, adivinación del futuro. Tiene que ver con lo inédito y lo insólito, magnitudes que no comparecen en otras profesiones muy honradas pero ajenas a las inquietudes que provoca el exceso de incertidumbre. El tipo de acción que es la política no opera únicamente con meras reglas de la experiencia, con las enseñanzas cómodamente almacenadas entre lo sabido. La política es una acción de gran alcance; define precisamente aquel tipo de acciones públicas cuyas consecuencias van más allá de nuestra previsión. Es ésta una característica de toda acción humana, por supuesto, pero la política es de un modo particular acción bajo condiciones de incertidumbre.

La complejidad del mundo moderno plantea además un problema específico que se genera por el apoyo que la política recibe de los saberes técnicos como el derecho, la economía, la biología o el urbanismo. Es imposible la política sin el recurso a estas ciencias. El asesoramiento técnico ha adquirido tal volumen que dificulta saber qué es lo específicamente político de una decisión amparada en tales informes. Pues bien, forma parte de la moral de la política dejar ver con claridad dónde acaba la ciencia y dónde comienza la decisión política. Es frecuente encontrar precisamente lo contrario: la decisión está al principio. Un político decide algo y se procura después aquellos certificados científicos que mejor justifican su decisión, dando así la impresión de que la decisión no ha sido otra cosa que el resultado obligado de los conocimientos científicos. Detrás de muchas decisiones inevitables se esconden verdaderas decisiones, o sea, opciones que se han adoptado entre varias posibilidades alternativas y que luego se presentan como si no hubiera otra solución.

Toda política económica tiene implícita o explícitamente un objetivo social, participa de un proyecto de sociedad, y no puede ser evaluada fuera de este contexto como si no fuera otra cosa que la aplicación de un principio de gestión. Con frecuencia se plantean sus objetivos de una manera abstracta que les confiere un aire de sumisión a lo inevitable (moneda fuerte, construcción europea, competitividad, adaptación a la economía mundial). Pero aunque existan muchas limitaciones para el gobierno político de la economía -algunas de las cuales son, por cierto, muy beneficiosas- los márgenes de actuación no se han estrechado tanto como para que sólo haya un comportamiento político posible. La gestión técnica de la economía, sea cual sea la realidad de las limitaciones sobre las que actúa, constituye de hecho un proyecto de sociedad. Los intereses sociales, económicos, políticos y culturales de acuerdo con los cuales decidimos acerca de las posibilidades que se nos ofrecen no son un asunto que se pueda abandonar al juicio de unos expertos. La responsabilidad política no es delegable. Dejarse aconsejar significa formarse un juicio propio, no transferirlo a otros, por muy sabios que sean.

La cuestión de la tecnocracia ofrece una curiosidad histórica sobre la que quisiera llamar finalmente la atención. El socialismo de inspiración marxista fue tecnocrático, ya que pensó en poder eliminar la escasez, con lo que el problema de la distribución dejaba de ser un problema político. En un sistema de abundancia no sería necesaria una instancia para decidir qué intereses deben pesar más que otros y en qué medida. Por eso el Estado dejaría de ser necesario y sería sustituido por una sociedad comunista: coexistencia sin poder en el bienestar social. Hace tiempo que la izquierda abandonó este objetivo, que ahora parece haber pasado al ideario de una derecha despolitizada. Actualmente, son los conservadores los que aspiran a que el problema de la repartición -asignación de recursos, establecimiento de prioridades, tratamiento diferenciado de los desfavorecidos, corrección de las desigualdades- quede definitivamente despolitizado. La utopía tecnocrática ha pensado siempre que el poder -como decisión, preferencia, prioridad, corrección- podía ser hecho superfluo por la superproducción. La actual tecnocracia blanda consiste en dejar que las cosas se decidan por sí mismas.

Por supuesto que cada vez es más difícil que la configuración de la sociedad se realice desde alguna instancia planificadora. Pero el campo de juego no se divide entre los que quieren dejar las cosas como están y quienes aspiran a controlarlas completamente. Todos hacemos algo, pero hay quien lo reconoce y quien no, hay quien hace propuestas y quien las boicotea amparándose en la dificultad del asunto. Puede que la derecha lo haga mejor. Pero este juicio no puede hacerse mientras pretenda desbordar las reglas del juego de la política que establecen un abanico de discrepancia legítima acerca de lo que debe hacerse. La política no es un combate por apropiarse del secreto que gobierna las cosas; es la discusión entre posiciones que se creen mejores que las adversarias, pero no hasta el punto de declararlas ilegítimas. En esa discusión todos pueden invocar a su favor el funcionamiento de las cosas mientras no olviden que están argumentando desde una interpretación, todo lo buena que se quiera, de la realidad.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.

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