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RAÍCES
Columna
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Granada y la cristiandad

De todas las tentaciones que acechan a cualquier colectividad, la de manipular su propia Historia no es la más pequeña y, además, está siempre latente. La monumental biografía de Hitler, del inglés Ian Kershaw, completada recientemente, deja bien claro hasta dónde pueden llegar las consecuencias de la distorsión del pasado. Sin embargo, precisamente y desde no sé cuándo, cada 2 de enero se produce en la plaza del Carmen de Granada una conmemoración histórica guiada por la manipulación.

Hace poco, mi hijo pequeño, que estudia el segundo curso de bachillerato preparaba un examen de Historia que incluía el reinado de los Reyes Católicos. Cuando le pedí que me hiciera un somero resumen, observé que, exceptuando el descubrimiento de América, el texto destacaba la conquista de Granada y, como consecuencia, el logro de la unidad de España. También estaban en el tema, aunque estos últimos hechos fueran, de alguna manera, letra pequeña, la asdcripción de Canarias a la doble corona de Castilla y Aragón y la estrategia maquiavélica de Fernando para hacerse con Navarra, cosa que no consiguió hasta veintitantos años después de entrar en Granada y aprovechando una guerra contra Francia. Algo es algo.

Lo que sucedió el 2 de enero de 1492 fue que un rey, vencido, consentía en que su reino se encerrara en los estrechos límites de la Alpujarra y otros, vencedores, adscribían el resto del territorio nazarí a sus coronas. La quema de libros, las prohibiciones, las vejaciones y la expulsión vendrían más tarde. No conozco cuál fue el sentido original de la ceremonia, pero los que gritan delante del Ayuntamiento 'Granada, cuna de España' y el arzobispo que proclama la conveniencia de celebrar esa fecha como la del 'restablecimiento de la fe cristiana en esta tierra' se refieren a esos otros hechos, luctuosos para aquellos que los padecieron y denigrantes para los que los exaltan.

En realidad, reivindican la vigencia de un nacional-catolicismo, nacido en la regencia del Cardenal Cisneros y que duró en todo su esplendor hasta los años de la dictadura de Franco. Para los que pensaban y piensan así, fue en la toma de Granada a unos 'moros' calificados sin más de 'gentes exteriores e impías', donde se estableció la 'alianza entre el trono y el altar' llamada a ser eterna y a delinear un patriotismo distinto al de otros países. Lo expresaba estupendamente eso que recitábamos en la escuela de nuestra infancia en las fechas anteriores al 2 de mayo: 'Oigo, Patria, tu aflicción / Y escucho el triste concierto / Que forman tocando a muerto / La campana y el cañón'. El hilo de la unidad religiosa y política de España tenía un cabo en las celebraciones del 2 de enero y otro en las del 2 de mayo que exaltaban también la independencia de esas ideas modernas que Europa intentaba inyectarnos.

Mientras esta santa alianza estuvo en vigor, aparte de cosas como negar asistencia médica a los que no comulgaban 'por Pascua florida', hizo valer su poder para expedientar a Sanz del Río, expulsar de la universidad a los profesores que seguían su pensamiento, meter en la cárcel a Giner de los Ríos y depurar a miles de maestros 'masones' tras la Guerra Civil. La conquista de una Navarra sin necesidad de avales católicos y un archipiélago casi sin población, eran, pues, cuestiones menores, insignificantes, sin el peso necesario para figurar en la Historia de España, ni servir a la educación de los escolares.

La laguna -como otras- debería haberse rellenado cuando llegó la democracia y su forma específica, la de la organización de España, por razones de gobernabilidad y de justicia histórica, en territorios autónomos. Pero, mientras ese otro día -el del 2 de mayo- cayó en desuso y el monumento 'antifrancés' se convirtió en tumba del 'soldado desconocido', ésta siguió y, como consecuencia, siguen vigentes estos jirones de pasado que deberían haberse marchado para siempre.

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La sociedad civil, legalmente constituida, debería diseñar en la conmemoración granadina un protocolo en concordancia estricta con los Derechos Humanos, la Constitución, el Estatuto de Autonomía y la capacidad de gobernar para la paz que al Ayuntamiento le otorgan los votos de sus electores. A los que gritan en la plaza, habría que mandarlos a una clase de Historia con los hechos dispuestos como quiere la ministra de Educación: cronológicamente. Descubrirían que la cuna de la unidad de España no está en Granada; se encuentra 1.000 kilómetros más al norte: en Pamplona.

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